Por Héctor Corti
No
es fácil romper con las rutinas pero el domingo valió la pena. Lo
valió a pesar de los alfileres que todavía tengo clavados en los
oídos cuando le avisé a mi madre que esta vez no almorzaría con
ella.
Mientras
repasaba que cada cosa estuviera en su lugar me sentía como un
adolescente primerizo en el amor. Y aunque no sería la primera cita,
sino la de nuestro décimo aniversario, la propuesta de casarnos,
formar una familia y tener hijos me provocaba una rara mezcla de
alegría incontenible y temor de avanzar hacia lo desconocido.
A los 32 años, y diez viviendo en este departamento que mi padre me regaló el mismo día que la UBA me entregó el título donde certificaba que Julián Obregó era ingeniero civil, me preguntaba cómo sería la convivencia, si me acostumbraría a estar con otra persona, a su cotidianeidad.
Entre las dudas y la ansiedad por ese posible cambio radical, pasó por mi cabeza una rápida sucesión de imágenes perfectamente previsibles para cada uno de los momentos con lo que podría resumir mi vida. Algo que no me molestaba. Por el contrario, me daba cierta tranquilidad.
Ese domingo los segundos parecían minutos y los minutos, horas. Todo pasaba en cámara lenta. Yo espiaba una y otra vez por la ventana con la improbable posibilidad que el tiempo se acelerara y llegara ya. Fue en una de esas oportunidades cuando lo vi a Esteban. Estaba junto a sus padres en la plaza de enfrente a mi departamento.
Esteban no dejaba de sorprenderme. Él también estaba a punto de darle un rumbo distinto a su vida y como en tantos otros momentos claves, volvió a elegir la plaza como el escenario de fondo para dejarlo reflejado en una foto que incluiría en un álbum real iniciado en su primer minuto de vida y que se encargó de continuar.
Ocupándome de lo mío, me alejé de la ventana y repasé la mesa. Acomodé las copas, los cubiertos para cada uno de los platos. Y las velas en el candelabro que iluminaría el almuerzo más romántico de estos diez años.
Cuando fui a bajar la persiana para dejar el comedor en penumbras, no pude contener la tentación de volver a espiar. Esteban seguía ahí, sentado en un banco junto a su madre mientras el padre, con la cámara en la mano, buscaba la mejor posición para la toma de una foto que no sé si tendría demasiadas ganas de sacar y que seguramente lo haría para concederle un capricho más de los que le dio a su hijo único.
La escena me distrajo. Por un momento la ansiedad me abandonó. Tampoco estaba ese sentimiento de temerosa felicidad frente a un paso trascendental. Salí del escenario y dejé de ser el principal actor de mi vida.
Estaba concentrado en ese otro mundo que se representaba en la plaza donde unos padres afrontaban la partida de un hijo. Y me preguntaba cómo habrían recibido la noticia. Si fueron capaces de entender. Si se acostumbrarían a su diaria ausencia. Si la casa les quedaría más grande. Si se sentirían un poco más solos.
Supongo que para él tampoco habrá sido fácil la decisión. Lo comprendí al fundirse en un sentido abrazo con su padre. Y al sentarse junto a su madre para contenerle el llanto y acercarle al oído algunas palabras que, quien sabe si le habrá aportado algún consuelo a su angustia.
Por la última hendija de la persiana vi que los tres se alejaban abrazados. Era la imagen de una familia como la que en ese domingo de decisiones trascendentales intentaría empezar a formar.
Me quedé envuelto en mis pensamientos por no sé cuanto tiempo. El sonido del timbre me hizo volver. Un temblor me recorrió el cuerpo. Pero enseguida se fue junto a todas las dudas que tenía. Miré por última vez que todo estuviera en su lugar. Abrí la puerta. Me sonrió. Dio unos pasos y apoyó la valija en el piso. Fue hasta la biblioteca y colocó la cámara en ese estante que tenía estudiado. La preparó para retardar el disparo veinte segundos. El tiempo suficiente para congelar hasta la eternidad la foto del apasionado beso que nos dimos con Esteban. Tan apasionado como nuestros diez años de amor que ahora gritaríamos al mundo. Y como esa lucha que estábamos dispuesto a dar para adoptar un hijo y formar nuestra familia.
A los 32 años, y diez viviendo en este departamento que mi padre me regaló el mismo día que la UBA me entregó el título donde certificaba que Julián Obregó era ingeniero civil, me preguntaba cómo sería la convivencia, si me acostumbraría a estar con otra persona, a su cotidianeidad.
Entre las dudas y la ansiedad por ese posible cambio radical, pasó por mi cabeza una rápida sucesión de imágenes perfectamente previsibles para cada uno de los momentos con lo que podría resumir mi vida. Algo que no me molestaba. Por el contrario, me daba cierta tranquilidad.
Ese domingo los segundos parecían minutos y los minutos, horas. Todo pasaba en cámara lenta. Yo espiaba una y otra vez por la ventana con la improbable posibilidad que el tiempo se acelerara y llegara ya. Fue en una de esas oportunidades cuando lo vi a Esteban. Estaba junto a sus padres en la plaza de enfrente a mi departamento.
Esteban no dejaba de sorprenderme. Él también estaba a punto de darle un rumbo distinto a su vida y como en tantos otros momentos claves, volvió a elegir la plaza como el escenario de fondo para dejarlo reflejado en una foto que incluiría en un álbum real iniciado en su primer minuto de vida y que se encargó de continuar.
Ocupándome de lo mío, me alejé de la ventana y repasé la mesa. Acomodé las copas, los cubiertos para cada uno de los platos. Y las velas en el candelabro que iluminaría el almuerzo más romántico de estos diez años.
Cuando fui a bajar la persiana para dejar el comedor en penumbras, no pude contener la tentación de volver a espiar. Esteban seguía ahí, sentado en un banco junto a su madre mientras el padre, con la cámara en la mano, buscaba la mejor posición para la toma de una foto que no sé si tendría demasiadas ganas de sacar y que seguramente lo haría para concederle un capricho más de los que le dio a su hijo único.
La escena me distrajo. Por un momento la ansiedad me abandonó. Tampoco estaba ese sentimiento de temerosa felicidad frente a un paso trascendental. Salí del escenario y dejé de ser el principal actor de mi vida.
Estaba concentrado en ese otro mundo que se representaba en la plaza donde unos padres afrontaban la partida de un hijo. Y me preguntaba cómo habrían recibido la noticia. Si fueron capaces de entender. Si se acostumbrarían a su diaria ausencia. Si la casa les quedaría más grande. Si se sentirían un poco más solos.
Supongo que para él tampoco habrá sido fácil la decisión. Lo comprendí al fundirse en un sentido abrazo con su padre. Y al sentarse junto a su madre para contenerle el llanto y acercarle al oído algunas palabras que, quien sabe si le habrá aportado algún consuelo a su angustia.
Por la última hendija de la persiana vi que los tres se alejaban abrazados. Era la imagen de una familia como la que en ese domingo de decisiones trascendentales intentaría empezar a formar.
Me quedé envuelto en mis pensamientos por no sé cuanto tiempo. El sonido del timbre me hizo volver. Un temblor me recorrió el cuerpo. Pero enseguida se fue junto a todas las dudas que tenía. Miré por última vez que todo estuviera en su lugar. Abrí la puerta. Me sonrió. Dio unos pasos y apoyó la valija en el piso. Fue hasta la biblioteca y colocó la cámara en ese estante que tenía estudiado. La preparó para retardar el disparo veinte segundos. El tiempo suficiente para congelar hasta la eternidad la foto del apasionado beso que nos dimos con Esteban. Tan apasionado como nuestros diez años de amor que ahora gritaríamos al mundo. Y como esa lucha que estábamos dispuesto a dar para adoptar un hijo y formar nuestra familia.