7.1.18

PASÓ EN LA Ñ


Por Héctor Corti

El vuelo en círculo de las aves carroñeras fue la señal inconfundible. En ese cañaveral yacía el cuerpo de un tal Acuña. Su rostro lampiño y aniñado tenía una marca. Era un arañazo poco común. En la mejilla del muerto se veía claramente una letra Ñ.
El extraño rasguño pasó aparentemente inadvertido para el gendarme. Él tampoco había visto las aves de rapiña. Por naturaleza despistado, el cabo Veñado andaba como siempre algo mamado cuando lo encontró por casualidad. No estaba de servicio y maldijo haber cortado camino entre la maraña de cañas. Pero tuvo que intervenir y se empeñó en terminar rápido. La certera puñalada atravesando el corazón de Acuña, era la inconfundible causa de su muerte. La Ñ claramente marcada en la cara quedaría para los investigadores. Veñado también les dejó para averiguar cómo terminó así este salteño. Después se supo que era de carácter huraño. Que tenía pocos amigos y que cuando despareció nadie había extrañado su ausencia. Algunos que lo conocían cuentan que planeaba volver a las montañas de su provincia.

El salteño Acuña llevaba una vida de ermitaño que cambiaba una sola vez al mes. Ese día se levantaba muy temprano y se bañaba en un arroyo aledaño. Así, con prolijidad, transformaba su desaliñada figura en la de un galán trigueño y cariñoso. Hacía todo esto por su obsesión de conquistar el amor de la Ñata Ordoñez. La mujer que lo desvelaba era una pulposa santiagueña. Ella era dueña de La Ñ, un almacén de ramos generales. Pero ese local todas las noches se transformaba en un piringundín donde se refugiaban personajes de mala entraña.

Aquella noche de otoño el cielo estaba invadido por nubarrones. Antes de salir, Acuña armó con maña un cigarrillo y lo encendió. Después se puso en marcha bordeando el cañadón rumbo a La Ñ. Como siempre, iba sin compañía. Tenía una idea fija y se le notaba en el ceño fruncido y concentrado de su rostro. Ni la ausencia de luz de luna ni las alimañas del camino pudieron impedir que avanzara hacia su objetivo. El salteño estaba empeñado en llevarse como sea a la Ñata Ordoñez. Aun ante la presencia del Roña Meñano, un santacruceño que también la pretendía. A metros de llegar, aliñó su ropa, sacudió el polvo acumulado en sus botas de mediacaña y palpó su puñal enfundado.

Noche larga de peña, payadas y alcohol pasó Acuña. Provocador, primero se acodó al mostrador de estaño para galantear sin éxito a la santiagueña. Después se fue a una mesa y escudriñó los movimientos de la Ñata y el Roña, en pleno arrumacos. Ni el evidente amorío entre los dos generó un desengaño en el salteño. Firme en su decisión, y mientras apretaba el puño esperando su oportunidad, bajaba trago a trago la botella de caña.

Ya no quedaban payadores ni paisanos cuando Acuña se lanzó sobre la Ñata. Pese a la sorpresa, la santiagueña intentó sacárselo de encima. No pudo, pero sus uñas arañaron la lampiña mejilla del salteño, dejándole dos pronunciadas y paralelas rayas ensangrentadas. Cuando ya vencía la resistencia de la Ordoñez, una mano de atrás lo sacudió. Sin tiempo para empuñar su puñal, el del Roña Meñano fue más rápido. La puñalada certera le atravesó el corazón.

El santacruceño quedó paralizado. Nunca había apuñalado a otro hombre. Fue la Ñata Odoñez quien reaccionó. Primero hizo dos nuevos y extraños rasguños en el rostro de Acuña. Uno en diagonal y otro más pequeño y transversal por encima. La letra Ñ roja de sangre se veía con claridad. “Es para que no te olvides de mí y te lleves tus mañas al infierno”, gritó desencajada, mientras lo escupía y lo pateaba. Después, con la ayuda del Roña Meñano, cargaron el cadáver en la camioneta y anduvieron más de 100 kilómetros. Lo bajaron, se internaron y lo dejaron en medio del cañaveral. Miraron por última vez el cuerpo del salteño Acuña, que había quedado de cara a los nubarrones que cerraban el cielo. Después se dieron vuelta, se abrazaron y se prodigaron mutuamente cariñosas caricias de enamorados. Caminaron despacio y como si nada hubiera pasado, ahí mismo decidieron amañarse para compartir sus vidas. Arriba, las aves de carroña ya estaban revoloteando.