Por Raúl
Barros
No
estábamos lejos del centro de la ciudad, pero en aquél suburbio ya
no podíamos más. Las callejuelas empedradas con sus desnivele y
asimetrías nos provocaban un cansancio más extremo aún. Sobre todo
a mí, que volaba de fiebre y creo que deliraba. Fue Daniel el que
llegó hasta la puerta desvencijada de aquel hotelucho, no diría
miserable, pero sí desolador.
Un hombre
encorvado asentía y nos dijo que podíamos pasar porque quedaba una
pieza libre con tres catres, justo para nosotros. Yo tomé uno y lo
apoyé contra una pared por más seguridad y para apoyar la espalda
sobre ella. Me dormí profundamente, pero siendo las dos de la
madrugada me desperté sobresaltado porque sentí unos ruidos
extraños que atravesaban esa pared. Escuché risas de mujer. Debía
ser hermosa porque por su voz cantarina y deliciosa no podía ser de
otra. Un hombre también reía. Me pareció tosco y vulgar, de voz
aguardentosa. Pensé que ambos se hacían cosquillas y se daban besos
ruidosos. La voz de la mujer me pareció por un momento familiar y me
preguntaba quién sería. Apoyé el oído en la pared, y entonces
escuché claramente que el hombre preguntó cuál sería el precio de
esa tarea que ambos acordaron. Seré toda tuya, dijo la mujer.
¿Entonces hay que matar al celoso? Sí, por favor, cuanto antes. El
cadáver del hombre asesinado apareció no lejos de allí. Entre
todos los curiosos asomé la cabeza y miré con atención. Quedé
estupefacto, ¡Alejandra!