Por Héctor Corti
El pibe mira de
reojo. Van 30 minutos del segundo tiempo. Nunca había calentado
tanto junto al resto de los suplentes. Traspira. Tiene las
sensaciones que dejan los partidos que se juegan con pierna fuerte y
dientes apretados. Y este todavía no lo jugó.
El pibe mira de
reojo. Siempre derrocha optimismo, aún en las más difíciles. Pero
esta vez se pregunta si el Muñeco se animará a ponerlo. Él la
tiene clara, y un poco lo justifica. Es el más joven del equipo y
tiene poca experiencia. Pero en las batallas que pasó se la aguantó
como el mejor.
El pibe mira de
reojo. El estadio es el mismo infierno. El calor que transmiten los
hinchas se pega en la piel. Los gritos son de aliento, de nerviosismo
y hasta de insultos porque los minutos pasan y el gol no llega.
El pibe mira de
reojo. Hace mucho que no se siente tan bien. Está fuerte como nunca.
Este día es un ganador y quiere que todos lo sepan. Lo ve a su
hermano dentro de la cancha y no duda que juntos dan vuelta la
historia. Como tantas veces lo hicieron. Desborda de confianza.
El pibe mira de
reojo. El Muñeco le hace una seña. Lo llama. Corre como nunca hacia
el banco de suplentes. El técnico lo toma del hombro con su
acostumbrado afecto. Le dice al oído que entra. Que haga lo de
siempre. Que resuelva. Que él es capaz de enfrentar cualquier
desafío. Hasta las situaciones más desfavorables.
El pibe mira de
reojo. El árbitro lo autoriza a ingresar. Le hace señas a sus
compañeros que va de punta. Con desfachatez cómplice le guiña un
ojo a su hermano mayor. En la primer pelota que recibe, el que lo
marca le hace sentir el rigor y lo revolea. Le duele pero se levanta
enseguida. Y le devuelve una mirada con fiereza. Como se acostumbró
en cada esquina de la vida.
El pibe mira
de reojo. Se juega el segundo minuto del tiempo adicionado. El
arquero saca largo porque sabe que es la última. Ve que su hermano
mayor la baja con habilidad, deja a dos rivales en el camino, se va
por la derecha, elude la marca del lateral y sobre la raya saca un
centro, que él conecta volando de palomita. El estadio se incendia
gritando el gol. Los hermanos se convierten en un ovillo que cae al
piso. El abrazo interminable es fraterno, solidario y cálido.
El pibe mira de
reojo. Amanece sin remera. Sudado. Hecho un ovillo abrazado a su
hermano. Aunque esta vez no es necesario que se transmitan el calor,
como en tantos días de frío que pasaron bajo el techo de las
estrellas. Hoy tienen un colchón y una frazada que los abriga bajo
el estadio Monumental.
El pibe mira de
reojo. Se van con sus bultos al hombro. Empieza a soñar despierto.
Sueña con tener un techo. Simplemente un techo que los cobije. Y
poder soñar tranquilo un abrazo de gol con su hermano mayor.