Por
Héctor Corti
Ricardo daba vueltas y más vueltas, se revolvía en la cama. La noticia tan deseada y esperada durante mucho tiempo lo tenía confundido. Hubiera preferido que no le llegara nunca. El muy ingenuo optaría por dilatarla indefinidamente. A pesar que de ser así, ponía en juego su futuro. Que podía perder la única gran oportunidad de su vida. Unas horas antes, del otro lado del celular, la voz de su representante le había confirmado que estaba todo arreglado. Apenas faltaba su firma para cerrar el pase al Reggina. Para que ese equipo humilde de la serie C se convierta en la puerta de su ingreso al fútbol italiano y al europeo. Nada menos. Y él, iluso, lo seguía pensando.
Ricardo daba vueltas y más vueltas, se revolvía en la cama. La noticia tan deseada y esperada durante mucho tiempo lo tenía confundido. Hubiera preferido que no le llegara nunca. El muy ingenuo optaría por dilatarla indefinidamente. A pesar que de ser así, ponía en juego su futuro. Que podía perder la única gran oportunidad de su vida. Unas horas antes, del otro lado del celular, la voz de su representante le había confirmado que estaba todo arreglado. Apenas faltaba su firma para cerrar el pase al Reggina. Para que ese equipo humilde de la serie C se convierta en la puerta de su ingreso al fútbol italiano y al europeo. Nada menos. Y él, iluso, lo seguía pensando.
La
causa del insomnio, de esa inaceptable duda, no se relacionaba, como
se podría suponer con cierta lógica, a la incertidumbre que se le
presenta a cualquier persona normal, frente a un paso decisivo en la
búsqueda de un horizonte próspero. La inaceptable duda era por
Genaro. Por el abuelo Genaro, un hombre mayor, de salud envidiable y
que todavía hacía de las suyas en un geriátrico de lujo pagado por
su nieto. Pese a ser una persona oscura, Ricardo había magnificado
demasiado su figura y la influencia real sobre su vida. Y eso lo
arrastró a plantearse seriamente no aceptar el pase, para que él no
se quede solo en la Argentina. Pero sin reconocer por qué está
solo. Por qué está tan lejos del resto de la familia.
Sentía que Genaro era lo más importante que tenía en la vida. Estaba convencido que sin él no hubiera llegado hasta ahí. Alrededor del abuelo había construido una imagen exageradamente idealizada, que estaban bastante lejos de la realidad. En ese autoengaño ponía todo lo que encontraba positivo y ni siquiera consideraba ciertas historias de engaños y estafas. Por eso, desde la prematura muerte de su padre cuando tenía siete años, no recordaba un solo día que haya dejado de recibir sus consejos, su aliento, su acompañamiento, su protección. Se repetía una y otra vez que fue por él que respiró fútbol desde la cuna. Que de su mano entró por primera vez a una cancha y subió uno a uno los escalones de la tribuna cuando todavía no había cumplido el año. Con él experimentó ese sentimiento inigualable de abrazarse fuerte mientras se grita un gol. Y de él recibió el consuelo contenedor cuando le asomó alguna lágrima por una derrota.
Lo que Ricardo había decido ignorar, no escuchar, era una especie de secreto familiar en voz alta que colocaba a Genaro bastante lejos de ser esa especie de héroe que había concebido.
En ese entorno de intrigas, el resto de la familia coincidía que el afecto y cariño que Genaro demostraba por su nieto preferido, solo era una máscara que encubría un interés puramente especulativo, motivado en sus grandes condiciones para jugar al fútbol y el rédito económico que le podía aportar para acrecentar su fortuna oculta.
Sí, una supuesta fortuna oculta que Marisa y Alberto, los otros dos nietos que Genaro hacía años no veía, decían que el viejo tenía guardada en algún lugar.
Marisa y Alberto habían investigado el pasado de Genaro y concluyeron que su participación en la guerra fue todo un invento. Y que la precipitada salida de Italia se debió a que estafó a sus hermanos en la venta de los campos de la familia y se fugó con la plata.
Ricardo siempre aceptó la negativa del abuelo sobre la acusación. Y lo justificaba que siempre llevó una vida austera y que nunca nadie vio la plata. Por eso siguió a su lado y ahora, más que nunca, la firma del contrato con Reggina dependía de que Genaro lo apoye para dar ese paso y que el club incluya una cláusula con permisos especiales para viajar a la Argentina.
Mientras se preparaba para ir al geriátrico, Ricardo ensayó en voz alta las distintas estrategias y argumentos para abordar el tema, temeroso que la noticia pudiera afectar la salud del abuelo.
–- ¿Cómo se lo digo? Llego y mientras sus compañeros me abrazan y las abuelas se pelean para que coma una porción del bizcochuelo que me prepararon, voy y le tiro de una: “Genaro, me olvidaba, mirá que en unos días te voy a visitar un poco más distanciado porque me voy a jugar a Italia”. No. Se cae redondo ahí mismo. Imposible decírselo así, más allá de que me enseñó que para las malas noticias nunca hay que dar demasiadas vueltas.
-– Otra es que me siente a su lado, lo abrace, lo joda un poco y le pida que se cebe unos mates. Entonces me pongo a hablar del partido y, como quien no quiere la cosa, voy llevando la conversación a su época de juventud. Y le doy pie para que cuente alguna de las anécdotas de la guerra. Seguro que se engancha. Entonces le recuerdo que en aquellos tiempos él tenía la misma edad que yo ahora. Y que después de la guerra, con una Italia destruida, se subió a un barco, solo, para escaparle al hambre, pero también para buscar un futuro, más allá de que le dolió dejar atrás a su familia. Y le digo que ahora me toca a mí hacer el camino inverso. Pero que los tiempos cambiaron. Y pese a que él la siga criticando, gracias a la tecnología, uno se puede ir a cualquier parte del mundo y estar siempre en contacto. Y ahí le cuento que me vendieron al Reggina. Que voy a jugar al equipo de su Calabria. Y el viejo se me muere de un bobazo por más que su corazón esté mejor que el mío.
Ricardo recordó que Genaro siempre le remarcó que la carrera del futbolista era corta y que hay que aprovechar lo que se presente para hacer una diferencia importante de plata. Y le puso el ejemplo del Bocha, que si hubiera nacido quince años después, además de ser el mejor jugador del mundo, sería multimillonario.
-– Claro que la última vez que habló de eso fue cuando apenas debuté en primera. Después nunca más tocó el tema. Mirá la confianza que me tenía en que podía llegar. Y es entendible, porque una cosa es que se vaya Bochini o cualquier otro jugador y otra que se vaya el nieto. Aunque sea a Italia. No, definitivamente, es imposible decírselo así–-, se justificó.
En el geriátrico, Ricardo abandonó todas las especulaciones. Decidió utilizar su habilidad de delantero e improvisar para abordar el tema. Después de algunos rodeos, se animó y le dijo que se tenía que ir a Italia. Y esperó la reacción, un poco asustado. El abuelo, pese a que se le pusieron los ojos llorosos, lo miró fijo, se levantó con esfuerzo y le dio un fuerte abrazo. Le dijo que las lágrimas no eran de tristeza sino de emoción. Que siempre había tenido confianza en sus condiciones y que ahora estaba en la puerta de la oportunidad soñada. Que el Reggina era solo el primer paso de una carrera deportiva exitosa para llegar a los equipos de elites del fútbol europeo.
Genaro le pidió que no se preocupara por él. Que tenía buena salud, estaba muy bien y seguramente iba estar cada vez mejor cuando le llegara las noticias de sus goles. Y hasta lo incentivo para que lo vendan enseguida a un equipo de primera, así podía ver los partidos por televisión y alentarlo como cuando era chico y lo llevaba al baby.
La reacción hizo sentir a Ricardo un profundo alivio, una inmensa tranquilidad. El apoyo del abuelo incidió sobre su decisión de firmar el contrato. Se quedó un rato más conversando, recibiendo las felicitaciones de todos. Antes de irse, le prometió que en la próxima visita le llevaría un celular de última generación. Y le advirtió que se enojaría si no lo quería recibir o aprender a manejarlo. Porque ahora sí era indispensable que lo tenga para estar en contacto.
Genaro estaba llamativamente ansioso. Apenas Ricardo se fue, miró la hora, sonrió y fue a su habitación. Marcó un número en su smartphone de última generación. Habló con el representante de Ricardo. Le dijo que estaba todo resuelto, que lo había convencido y que iba a firmar. Y le recordó que le alcance el contradocumento donde figuraba que él era el dueño del veinte por ciento del pase. Además le reclamó que incluyan ese porcentaje sobre una futura transferencia.
Después se quedó más tranquilo. Solo le quedaba hacer otra llamada. Se comunicó con su escribano. Le explicó que quería modificar su testamento. Que tenía que agregar los derechos del nuevo contrato a la fortuna que recibiría su único heredero: Ricardo.
Sentía que Genaro era lo más importante que tenía en la vida. Estaba convencido que sin él no hubiera llegado hasta ahí. Alrededor del abuelo había construido una imagen exageradamente idealizada, que estaban bastante lejos de la realidad. En ese autoengaño ponía todo lo que encontraba positivo y ni siquiera consideraba ciertas historias de engaños y estafas. Por eso, desde la prematura muerte de su padre cuando tenía siete años, no recordaba un solo día que haya dejado de recibir sus consejos, su aliento, su acompañamiento, su protección. Se repetía una y otra vez que fue por él que respiró fútbol desde la cuna. Que de su mano entró por primera vez a una cancha y subió uno a uno los escalones de la tribuna cuando todavía no había cumplido el año. Con él experimentó ese sentimiento inigualable de abrazarse fuerte mientras se grita un gol. Y de él recibió el consuelo contenedor cuando le asomó alguna lágrima por una derrota.
Lo que Ricardo había decido ignorar, no escuchar, era una especie de secreto familiar en voz alta que colocaba a Genaro bastante lejos de ser esa especie de héroe que había concebido.
En ese entorno de intrigas, el resto de la familia coincidía que el afecto y cariño que Genaro demostraba por su nieto preferido, solo era una máscara que encubría un interés puramente especulativo, motivado en sus grandes condiciones para jugar al fútbol y el rédito económico que le podía aportar para acrecentar su fortuna oculta.
Sí, una supuesta fortuna oculta que Marisa y Alberto, los otros dos nietos que Genaro hacía años no veía, decían que el viejo tenía guardada en algún lugar.
Marisa y Alberto habían investigado el pasado de Genaro y concluyeron que su participación en la guerra fue todo un invento. Y que la precipitada salida de Italia se debió a que estafó a sus hermanos en la venta de los campos de la familia y se fugó con la plata.
Ricardo siempre aceptó la negativa del abuelo sobre la acusación. Y lo justificaba que siempre llevó una vida austera y que nunca nadie vio la plata. Por eso siguió a su lado y ahora, más que nunca, la firma del contrato con Reggina dependía de que Genaro lo apoye para dar ese paso y que el club incluya una cláusula con permisos especiales para viajar a la Argentina.
Mientras se preparaba para ir al geriátrico, Ricardo ensayó en voz alta las distintas estrategias y argumentos para abordar el tema, temeroso que la noticia pudiera afectar la salud del abuelo.
–- ¿Cómo se lo digo? Llego y mientras sus compañeros me abrazan y las abuelas se pelean para que coma una porción del bizcochuelo que me prepararon, voy y le tiro de una: “Genaro, me olvidaba, mirá que en unos días te voy a visitar un poco más distanciado porque me voy a jugar a Italia”. No. Se cae redondo ahí mismo. Imposible decírselo así, más allá de que me enseñó que para las malas noticias nunca hay que dar demasiadas vueltas.
-– Otra es que me siente a su lado, lo abrace, lo joda un poco y le pida que se cebe unos mates. Entonces me pongo a hablar del partido y, como quien no quiere la cosa, voy llevando la conversación a su época de juventud. Y le doy pie para que cuente alguna de las anécdotas de la guerra. Seguro que se engancha. Entonces le recuerdo que en aquellos tiempos él tenía la misma edad que yo ahora. Y que después de la guerra, con una Italia destruida, se subió a un barco, solo, para escaparle al hambre, pero también para buscar un futuro, más allá de que le dolió dejar atrás a su familia. Y le digo que ahora me toca a mí hacer el camino inverso. Pero que los tiempos cambiaron. Y pese a que él la siga criticando, gracias a la tecnología, uno se puede ir a cualquier parte del mundo y estar siempre en contacto. Y ahí le cuento que me vendieron al Reggina. Que voy a jugar al equipo de su Calabria. Y el viejo se me muere de un bobazo por más que su corazón esté mejor que el mío.
Ricardo recordó que Genaro siempre le remarcó que la carrera del futbolista era corta y que hay que aprovechar lo que se presente para hacer una diferencia importante de plata. Y le puso el ejemplo del Bocha, que si hubiera nacido quince años después, además de ser el mejor jugador del mundo, sería multimillonario.
-– Claro que la última vez que habló de eso fue cuando apenas debuté en primera. Después nunca más tocó el tema. Mirá la confianza que me tenía en que podía llegar. Y es entendible, porque una cosa es que se vaya Bochini o cualquier otro jugador y otra que se vaya el nieto. Aunque sea a Italia. No, definitivamente, es imposible decírselo así–-, se justificó.
En el geriátrico, Ricardo abandonó todas las especulaciones. Decidió utilizar su habilidad de delantero e improvisar para abordar el tema. Después de algunos rodeos, se animó y le dijo que se tenía que ir a Italia. Y esperó la reacción, un poco asustado. El abuelo, pese a que se le pusieron los ojos llorosos, lo miró fijo, se levantó con esfuerzo y le dio un fuerte abrazo. Le dijo que las lágrimas no eran de tristeza sino de emoción. Que siempre había tenido confianza en sus condiciones y que ahora estaba en la puerta de la oportunidad soñada. Que el Reggina era solo el primer paso de una carrera deportiva exitosa para llegar a los equipos de elites del fútbol europeo.
Genaro le pidió que no se preocupara por él. Que tenía buena salud, estaba muy bien y seguramente iba estar cada vez mejor cuando le llegara las noticias de sus goles. Y hasta lo incentivo para que lo vendan enseguida a un equipo de primera, así podía ver los partidos por televisión y alentarlo como cuando era chico y lo llevaba al baby.
La reacción hizo sentir a Ricardo un profundo alivio, una inmensa tranquilidad. El apoyo del abuelo incidió sobre su decisión de firmar el contrato. Se quedó un rato más conversando, recibiendo las felicitaciones de todos. Antes de irse, le prometió que en la próxima visita le llevaría un celular de última generación. Y le advirtió que se enojaría si no lo quería recibir o aprender a manejarlo. Porque ahora sí era indispensable que lo tenga para estar en contacto.
Genaro estaba llamativamente ansioso. Apenas Ricardo se fue, miró la hora, sonrió y fue a su habitación. Marcó un número en su smartphone de última generación. Habló con el representante de Ricardo. Le dijo que estaba todo resuelto, que lo había convencido y que iba a firmar. Y le recordó que le alcance el contradocumento donde figuraba que él era el dueño del veinte por ciento del pase. Además le reclamó que incluyan ese porcentaje sobre una futura transferencia.
Después se quedó más tranquilo. Solo le quedaba hacer otra llamada. Se comunicó con su escribano. Le explicó que quería modificar su testamento. Que tenía que agregar los derechos del nuevo contrato a la fortuna que recibiría su único heredero: Ricardo.