Por
Héctor Corti
La
Chili aparece de la nada. Salida de la espesura de la noche. Se
dibuja en una sombra apenas iluminada por rayos de luna que se
filtran entre los nubarrones. Primero asoma su cabeza, siempre
mirando al piso. Piel papel de lija marrón oscuro. Arrugada como los
troncos añosos. Surcos acanalados por donde corren las gotas de
sudor. Pelo pajoso. Sucio. Atado como la cola de aquel caballo que
tiraba del carro. Pero que ya no está. Y la que tira y empuja ahora
es ella. Andrajosa. Su figura encorvada por esa joroba cada vez más
pronunciada. Sabiendo que alguna se gana y muchas se pierden.
La
Chili tiene nombre y apellido. Pero no se acuerda. Ni siquiera
intenta recordar. Como tampoco su edad. ¿Para qué? Si nunca tuvo un
cumpleaños. Y menos algo que se parezca a una familia. De eso nunca
habló. Pero todo se sabe. Aunque calle la madre que casi no existió.
El padrastro borracho que la molió a palos cada vez que tuvo la
oportunidad. Los hermanos que la usaron y algo más. Como el mayor,
que intentó violarla cuando a los once años le asomaban unas
prematuras tetitas. Que intentó y no pudo. Por la piña inesperada
que ella le puso en medio de la trompa. Así aprendió a defenderse.
Y a que alguna se gana y muchas se pierden.
Cuentan
que hace mucho tiempo, la Chili tenía buena figura. Ella supo rápido
que ese encanto le serviría para sobrevivir. A los doce no aguantó
más y con lo puesto puso distancia de esa villa de mierda. Nadie la
buscó. Empezó a vagabundear por la gran ciudad. Poniendo cara de
nena buena e inocente se dedicó al arrebato. Así se quedó con
billeteras, relojes y otras pertenencias de algunos incautos. Y así
también aquel cana hijo de puta, el primero de los varios que se la
pasaron, la desvirgó brutalmente en un calabozo. Ese día apretó
los dientes, cerró los ojos y no soltó una lágrima. Acumuló odio
cuando ya en la calle, todavía escuchaba cómo la trataban de negra
de mierda, de putita y la amenazaron para que no hablara. Entonces se
dijo que alguna se gana y muchas se pierden.
La
Chili se volvió mala como el agua con arsénico. Esa que abundaba y
envenenaba en la zona donde consiguió un rancho para vivir. Astuta y
pendenciera, se metió de prepo y lo disputó a las familias que
ocuparon unas tierras perdidas en un lugar sin nombre. Ahí se
atrincheró y lo defendió con el cuchillo en la mano, dispuesta a
ensartar a los que quisieron echarla. Y también estuvo en la primera
línea, cuando los gendarmes intentaron desalojarlos. En esa batalla
mostró su dureza. Algunos vecinos empezaron a respetarla. Pero ella,
recelosa de todos, siempre se mantuvo apartada. Porque alguna se gana
y muchas se pierden.
Mucho
antes que la joroba la deformara, la Chili usó su cuerpo para
conseguir lo que necesitaba. Así sedujo a uno de los hombres que la
andaba rondando. Eligió al más dócil. Cedió a sus pedidos y se
mostró querendona. Lo llevó para el rancho y convivió unos meses.
Después lo echó. Fue una pelea feroz que casi termina a los tiros.
Pero sabía defenderse y atacar. Y se quedó con todo. Incluso con el
carro y el caballo que eran de él. Lo usó para salir a juntar
cartón y todo lo que viniera, sin fijarse demasiado la procedencia.
Le quisieron cobrar peaje y comisión. Brava para negociar, se le
plantó a la banda de la villa. Faloperos que solo entendían el
idioma de la violencia. Y fue violenta. Más que todos. Al jefe le
puso una pistola en la cabeza. Casi le vuela los sesos. Lo hizo
recular. Y entendieron. Ella les dio la espalda y se fue caminando.
Consciente que alguna se gana y muchas se pierden.
Durante
años trabajó la Chili. Acostumbrada a tirar del carro. Con la
joroba de testigo. Y el cuerpo deteriorado por el peso del esfuerzo.
Con ese dolor cada vez más agudo que le atravesaba las tripas como
una puñalada. Con el recuerdo y la maldición sobre aquel día en
que los gendarmes y ese grupo de mujeres cogotudas le sacaron el
caballo. Las conchudas la acusaron de maltrato. Ella se resistió
como pudo, pero esa vez no hubo caso. Hasta le mostraron unos papeles
donde le impedían circular por la ciudad. Para qué. Si no sabía
leer. Era una ordenanza tan vieja como el oxidado cartel que a unos
metros prohibía la tracción a sangre. Y que nunca nadie había
respetado. Raro en ella, esa vez se resignó. Les gritó en la cara
que en este mundo de mierda se protege a los animales pero no a los
pobres, que para muchos ni siquiera los consideran seres humanos. Y
se fue repitiendo que alguna se gana y muchas se pierden.
Ya
no es la misma la Chili. Tira y empuja del carro como si fuera la
vida. Pero no es la misma. Siente que se le escurre la fuerza sin
poder impedirlo. Se da cuenta que no la respetan como antes. Saben
que ya no pude plantarse como lo hizo siempre. Y se aprovechan.
Defiende el rancho como puede. Pero tuvo que negociar. Con disgusto y
por necesidad. Para que la dejen tranquila, pasa datos de lo que ve y
escucha a la banda de la villa. A esos pendejos drogadictos y
violentos les marca casas que están solas. Obras en construcción
sin sereno. No está bien lo que hace. No está bien como tantas
cosas que hizo. Pero no le interesa. Ni le queda otra. Porque apenas
si todavía anda. Con la cabeza para abajo y su joroba a cuesta.
Mirando de reojo. Registrando todo. Y disputando lo que puede. Sola.
Sin socios. Hasta que todo se termine. Porque alguna se gana y muchas
se pierden.