Por Belen Nigro
Había una vez…
había una a vez truz. Los cuentos de hadas ya se desvanecen con la
primera luz del alba que entra por las hendijas de la persiana rota.
Se percibe la boca pastosa, la odiosa fotofobia y la percepción cada
vez más paulatina de mi incipiente desnudez apenas cubierta con una
camisa cuadrille mal abotonada.
Mi cuerpo pesado
apenas se mueve pero logra ver, jamás reconocer, un antebrazo ajeno
con cicatrices del pasado y con jeringas del presente. No puedo
desconocer la relativa sonoridad del ambiente, y ya vertical expongo
mi humanidad a un espejo sórdido e involuntario. No necesita
revelarme un nuevo misterio de este enigmático amanecer, ya no.
El agua en mi rostro
acelera la lucidez y permite que la abrasión en las palmas de mis
manos cuente el bello retrato de mi rígido amado. Allí estas,
detrás de mi, recostado cual lienzo inmaculado. Como rey de mármol
con su corona de cuero al cuello, infla apenas el pecho, mientras su
reina impávida busca su pincel afilado para conseguir su perfecta
pincelada.