Por Héctor Corti
El Pulga es como la
sombra que se presiente. Va y viene. De acá para allá. Inquieto,
vivaz, saltarín. Está acostumbrado a que lo ignoren. A que lo miren
de reojo. Que le desconfíen. A veces trata de pasar desapercibido.
Se mimetiza. Y otras se hace sentir. Asusta. Desafía a esas personas
ocupadas que caminan preocupadas. Le disputa la pertenencia a un
mundo que no es suyo. Pero que se lo apropia. Aunque no sepa nada de
derechos. Y lo haga por puro capricho. O por intuición.
El Pulga es
morocho. Sus ojos son negros y brillantes. El pelo revuelto, rebelde,
le cae en la cara en forma de flequillo desprolijo. La edad es
indescifrable. El cuerpo menudo propone un acertijo de posibilidades.
Puede tener 10, 12 ó 15 años. Es lo mismo. A nadie le importa. Ni
siquiera a él, que no se acuerda cuando nació.
El Pulga tiene una
historia. Semejante a muchas otras. Historia de pibe de la calle que
borra el pasado y se construye día a día. Historia que no incluye
cuatro comidas al día, una pelota en forma de regalo, jugar bajo el
sol de una plaza, un árbol de Navidad, poner los zapatos para Reyes,
una fiesta de cumpleaños, el guardapolvo blanco del primer día de
clase, las caricias de los abuelos o un beso mamá de buenas noches.
El Pulga conoce el
territorio. Tiene su espacio. Lo marcó como los perros callejeros.
Se lo ganó y lo defiende. A veces solo. Otras en banda. Endurecido.
Porque siempre está en disputa. Es la ley de la calle. La supremacía
del más fuerte. Es lo primero que aprendió cuando bajó del tren.
Sin libros ni cuadernos. Apenas fue una lección de autodidacta
necesitado. Y se graduó enseguida.
El Pulga es hábil
y rápido. Movedizo. Arriesgado. Está atento mientras deambula como
al descuido. Sabe esperar. Tiene paciencia. Como un cazador detrás
de su presa. Y la ve venir. Es de las que caminan sin mirar como si
tuvieran un radar para esquivar obstáculos. Va concentrada en los
pulgares veloces y ágiles que contestan varios whatsapp al mismo
tiempo. Él la mide. Y pega el salto justo y rápido. El manotazo es
limpio y seguro. El celular ya está en su poder. Y ella queda
sorprendida. Sin reacción. Entonces él hace lo otro que sabe hacer
muy bien. No se desespera ni corre. Se mimetiza. Se mezcla entre la
gente. Se hace sombra. Nadie lo ve. Desaparece.
El Pulga sobrevive
como sea. Es la única manera que conoce. Como sea también implica
alejarse del territorio. Incursionar zonas conocidas en el que no es
conocido. Es el líder de la bandita que sale a chorear. Algunos lo
llaman “piraña” y él se ríe. Elige un kiosco, un supermercado
chino, una panadería. Lo que venga, pero con código. Sin armas.
Usando la sorpresa. Uno hace de campana, dos pibes distraen y agarran
lo que pueden. Él salta a la caja, manotea lo que hay y disparan
rápido. Desaparecen por un tiempo.
El Pulga piensa y
organiza. Aunque es chico tiene pasta de líder y la hace sentir.
Protege y enseña a los más nuevos. Trasmite las reglas y se impone
a la hora del reparto para que cada uno reciba su parte. Comida,
birra, fasos, pastillas, falopa o bolsitas con poxiran, lo que
consiga, son parte del menú indispensable. Sobre todo para pasar las
noches bajo cero en la que aumenta el riesgo de quedarse duro por la
merca o por el frío.
El Pulga está
invicto. La cana lo agarró un par de veces pero fue al principio,
cuando era un gil. Como era menor, a lo sumo un día por vagancia y
afuera. Su cara de poca cosa no daba ni para que le propongan afanar
para ellos. Ahora es distinto, hay un par de ratis que lo tienen en
la mira. El se escabulle, pero no sabe por cuanto tiempo la suerte
seguirá de su lado.
El Pulga anda
atento y se cuida. Ve a la nena. Es chiquita y está sola. Parece
abandonada. Como él. Una más de la familia. Ella llora. Él se
acerca. Despacio. No quiere asustarla. Le acaricia la cabeza. Tiene
el pelo finito, un poco sucio, pero suave. Se sienta al lado. Trata
de calmarla. No puede. Está angustiada. Con la cara enrojecida. Y
algún moco pegado debajo de su nariz. Ve los pedazos en el piso. Son
las partes de lo que fue una muñeca. Los junta y los acomoda en el
piso. Como si fuera un rompecabezas. Saca de la mochila pegamento.
Con paciencia y destreza empieza el trabajo. Une la cabeza al cuerpo.
Después hace lo mismo con los brazos y las piernas. Le lleva un
rato, pero lo consigue. Se la da. Le cambia las lágrimas por una
sonrisa. Y sigue su camino.