Estoy
en la habitación que da a la calle. Abro la ventana para que entre
el sol. Estoy contento, todo está bien, el día es hermoso y escucho
los sonidos que vienen de afuera. Lo primero que llega a mis oídos
es el ruido de un balde con un poco de agua que se estrella contra el
suelo, adrede, para molestar a algún vecino, yo ya sé quién es. Y
el ruido de los autos, de las motos, del tránsito infernal de la
Avenida Marconi y de mi propia calle.
La
Chili aparece de la nada. Salida de la espesura de la noche. Se
dibuja en una sombra apenas iluminada por rayos de luna que se
filtran entre los nubarrones. Primero asoma su cabeza, siempre
mirando al piso. Piel papel de lija marrón oscuro. Arrugada como los
troncos añosos. Surcos acanalados por donde corren las gotas de
sudor. Pelo pajoso. Sucio. Atado como la cola de aquel caballo que
tiraba del carro. Pero que ya no está. Y la que tira y empuja ahora
es ella. Andrajosa. Su figura encorvada por esa joroba cada vez más
pronunciada. Sabiendo que alguna se gana y muchas se pierden.
Aparentaba
ser más grande de lo que verdaderamente era. De sus ojos caían
lágrimas que sabían a nada. Su rostro adusto parecía no mojarse.
Su blanca vestimenta lucía empapada de pequeñas perlas
transparentes. Sus manos y pies estaban agarrotados como si algo les
impidiera moverse. Lo más notable, su nariz olía humedad de aquel
ambiente grande adornado por antiguos habitantes.
– Mirá
la foto de los abuelos cuando se casaron, tremendo...
– ¿De
dónde la sacaste?
– De acá. Estaba en este libro que me
traje el domingo de lo de mamá. "La mujer rota". Lo agarré
porque me puede servir para la tesis... Y ohhh... casualidad, qué
fotito fue a usarse de señalador.
– Apala la lata, como
hubiese dicho la abuela! Uhhh... Y la torta, ya de verla nomás te
empalaga como el beso...
--¿Dónde
está Santiago?--, preguntó María al no ver a su hijo que hacía
unos minutos jugaba en la puerta de la casa.
--No
sé, mujer. Creí que te estaba ayudando a enhebrar las agujas para
que termines más rápido tu trabajo--, respondió José mientras
cepillaba prolijamente una tabla que tenía futuro de mesa.