Por Héctor Corti
Frente
al espejo ensayaba una y otra vez. Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que se hizo el nudo de la
corbata. Demasiado ancho. Demasiado fino. Acertar para que las dos
tiras le queden del mismo largo. Ya no tenía la práctica. Las
remeras, jeans y zapatillas fueron el uniforme que utilizó por diez
años para ir a un trabajo que no exigía presencia, sino que
apreciaba su capacidad como ingeniero electrónico. Tiempo feliz en
el que disfrutaba de lo que hacía, de la relación con sus
compañeros, de utilizar sus conocimientos, de actualizarse, de la
libertad para decidir, de un sueldo tan holgado como la vida que
llevaba.
Pero todo tiene un final. Y el suyo llegó de la mano de un
cartero, que le entregó el telegrama de despido ratificando el
cierre de la empresa. Al principio no se preocupó demasiado. Siempre
le buscaba el lado positivo a las cosas. Lo tomó como la posibilidad
para un cambio. La oportunidad para no estancarse y seguir creciendo.
Apenas tenía 33 años, la edad ideal para un profesional con
experiencia. Y se dijo que no le iban a faltar las propuestas.
Sin
embargo, cuando la red de contactos se
agotó como los dólares que tenía ahorrados, experimentó la
sensación de intranquilidad. Su omnipotente autoestima comenzó a
resquebrajarse. Tomó conciencia de que las cosas no andaban bien en
el país. La crisis económica influía para que las empresas
cerraran y el trabajo faltara cada vez más. El tema nunca le había
preocupado. Era de los que decía que de política no entendía nada.
Hasta se enorgullecía en eso de no meterse. Y agregaba con una
sonrisa que tampoco le interesaba. Sin una familia que mantener ni
responsabilidades que asumir más allá de sus gastos, su vida
transitaba por el microclima de los que tienen pocas preocupaciones y
muchas cosas resueltas. Pero ahora había un cambio profundo. Un
retroceso marcado. Todo era distinto y para mal.
Frente
al espejo luchaba por hacerse el nudo de la corbata. Un traje de
corte tradicional que tenía años, pero de impecable estado por su
desuso, lo esperaba planchado sobre el sommier. No lo quería pensar,
pero lo sentía. Corría por el cuerpo mezclado con su sangre. Esta
vez había cedido a su convicción: no solo debía demostrar todo lo
que sabía, también tenía que cuidar su presencia. Aparentar. Ser y
parecer. Le dolía afrontar esa situación, aunque prefería no
reconocerlo. No quedaba otra. La recomendación de quien le consiguió
la entrevista fue tajante. Si no se vestía así, ni podía cruzar la
puerta de aquella empresa.
Enfundado
en su uniforme de desempleado y con el prolijo currículum
encarpetado, atendió otra de las recomendaciones que le habían
hecho. Llegó a las once menos cinco, cinco minutos antes de la hora
estipulada. Se acercó al escritorio donde estaba la recepcionista,
tan artificial como el ambiente que la rodeaba. Todo parecía salido
de una ficticia perfección. Ella ni siquiera lo miró. Verificó en
la computadora. Y sin levantar la vista, con un fingido tono de
amabilidad, le dijo que fuera a la sala de espera. Se sentó en uno
de los cómodos mullidos sillones. Estaba incómodo. No le gustaba
fingir. Sentía que representaba un papel que no le quedaba bien.
Trataba de tranquilizarse. Contener el estallido de la impaciencia
que aumentaba con el paso del tiempo. No aparecía nadie. Y la
recepcionista seguía ahí, impasible. Como si fuera un adorno.
Después de media hora lo llamaron por su apellido. Fue justo en el
momento en el que se preguntaba si la puntualidad era una exigencia
sólo para los desempleados necesitados de trabajar. No alcanzó a
responderse, pero intuyó lo que se contestaría.
Lo
recibió un hombre de no más de 35 años, casi como él. Estaba
enfundado en un traje de corte tradicional, casi como el de él. El
otro tenía aspecto de aspirante a CEO al que le faltaban varias
materias. Él era ingeniero electrónico. Con amargura, se dio cuenta
que quien lo atendía era de tercera o cuarta línea en el área de
Recursos Humanos. Se preguntó si tendría título. Si estaría
suficientemente capacitado. Y se sintió herido en su autoestima ya
lastimada.
Apenas
si se levantó de su sillón detrás del escritorio, le dio la mano
liviana y fría, le señaló que se sentara y le pidió el currículum
con un ademán. Mientras lo ojeaba con poco interés le empezó a
recitar, con una voz monótona, un discurso demasiado estudiado e
impersonal sobre la empresa y su gama de virtudes y oportunidades
para quienes forman parte de la gran familia de asociados. Solamente
levantó la vista y lo miró a los ojos cuando enfatizó lo que
buscaban. Necesitaban amabilidad en la atención y responsabilidad
en la verificación y el control para evitar cualquier problema. Al
intentar hablar de su experiencia y sus conocimientos en electrónica,
lo interrumpió con un gesto casi imperativo. Y le volvió a
remarcar: amabilidad y responsabilidad. Como si no lo hubiera
entendido. La entrevista pasó de fría a tensa. Entonces,
supuestamente para descomprimir, volvió a mirarlo. Y por primera vez
esbozó una caricatura de sonrisa. Se paró e hizo un gesto para que
lo imitara, dio la vuelta al escritorio, lo tomó del brazo, lo
acompañó hasta la puerta y como despedida, le repitió: amabilidad
y responsabilidad.
A
la semana, otra voz impersonal, del otro lado del teléfono, le
comunicó que habían aceptado su solicitud. Y para formalizar su
ingreso debía realizar el estudio médico preocupacional. Hizo una
pausa, dejó las instrucciones y le aclaró que también se lo
enviarían a su casilla de correo electrónico.
El
primer día todavía, con resignación, le seguían resonando las dos
palabras. Ya las sentía como la clave capaz de abrir las puertas del
reino laboral: amabilidad y responsabilidad. Lo que más lo
entusiasmaba de su nuevo trabajo era que tampoco ahí debería ir de
saco y corbata. Tendría que usar el uniforme que le daban. No estaba
acostumbrado, pero a esa altura de las circunstancias no tenía
importancia. Le indicaron el lugar que ocuparía y le presentaron a
los compañeros. Esta vez no habría nadie a su mando y sí un
supervisor a quién responder. A los cinco minutos le acercaron un
remito. Fue al depósito, buscó la caja y la llevó al mostrador. La
abrió. Se fijó que todo estuviera en orden. Repasó uno a uno los
componentes para que no quedaran dudas. Hizo una breve explicación
del funcionamiento. Se la dio al cliente con una amable sonrisa,
triste. Y selló la factura con firmeza: entregado.