Por
Héctor Corti
Esta es la historia de un cuento que, como contaba mi abuela, empieza con había una vez un ogronte gigante que destruye un pueblo entero. Y que termina cuando el ogronte es derrotado por una nena rulosa, pequeña y valiente, cuyo nombre es Irenita, aunque su mamá Graciela la llama Irulana, simplemente porque le gustaba. Pero este final es el principio de otro cuento que como no lo cuenta mi abuela, no empieza con había una vez.
Esta es la historia de un cuento que, como contaba mi abuela, empieza con había una vez un ogronte gigante que destruye un pueblo entero. Y que termina cuando el ogronte es derrotado por una nena rulosa, pequeña y valiente, cuyo nombre es Irenita, aunque su mamá Graciela la llama Irulana, simplemente porque le gustaba. Pero este final es el principio de otro cuento que como no lo cuenta mi abuela, no empieza con había una vez.
Para
los ogrontes es muy fácil destruir pueblos. Tan fácil como hacer
pedazos un vaso, una mesa, un tobogán y hasta un castillo. Solo
tienen que romper y romper sin importarles nada. Romper todo sin
ningún tipo de cuidados. Y eso lo hacen tan bien y tan rápido que
hasta se podría hacer una carrera de ogrontes destructores de cosas
y de mundos.
Pero
reconstruir no es fácil. Y mucho menos para las personas de un
pueblo. Porque reconstruir es volver a hacer de nuevo todo lo que fue
destruido. Es armar algo para dejarlo tal cual era. Y si es posible,
un poquito mejor. Para eso hay que tener mucha paciencia,
inteligencia, sabiduría e ingenio, porque hay que colocar cada cosa
en su lugar como si fuera un rompecabezas de millones de piezas.
Contaba mi abuela que cuando el ogronte destruyó casas, escuelas, fábricas, hospitales, la estación de ferrocarril y todo lo que se le cruzaba por el camino, las personas sintieron mucho miedo y no hicieron nada para impedirlo.
Contaba mi abuela que cuando el ogronte destruyó casas, escuelas, fábricas, hospitales, la estación de ferrocarril y todo lo que se le cruzaba por el camino, las personas sintieron mucho miedo y no hicieron nada para impedirlo.
La
única que se decidió a luchar fue la nena, que aunque estaba muy
sola y también tenía mucho miedo, gritó muy fuerte su nombre.
¡¡¡Iiiiiiiiruuuuuuuuuulana!!!
se escuchó desde todos lados. Y por esas cosas que a veces en los
cuentos no se pueden explicar, pero que igual pasan, la letra i se
dibujo y estiró en el aire como un hilo fino, largo y resistente que
sirvió para envolver al ogronte como un matambre, mientras que la u
cavó un pozo muy profundo para enterrarlo definitivamente.
Cuando
el peligro pasó, las personas que ya sentían cada vez menos miedo y
más coraje, animadas por la rulosa, pequeña y valiente Irulana,
pensaron en reconstruir el pueblo.
El
trabajo que le esperaba era muy difícil y necesitaba de mucho
tiempo. Por eso primero decidieron organizarse. Todas las personas,
en pequeños grupos y también en grandes reuniones, se animaron a
hablar y a opinar sobre lo que más les convenía hacer.
Dieron muchas ideas. Y estuvieron de acuerdo en construir casas, escuelas, fábricas, hospitales, estación de ferrocarril y todo lo necesario para volver a tener un pueblo que les permitiera una vida digna.
Dieron muchas ideas. Y estuvieron de acuerdo en construir casas, escuelas, fábricas, hospitales, estación de ferrocarril y todo lo necesario para volver a tener un pueblo que les permitiera una vida digna.
La
rulosa, pequeña y valiente Irulana escuchó entusiasmada lo que
decían y decidían. Pero más contenta se puso cuando alguien en el
fondo, que no se podía ver muy bien por la cantidad de personas que
había en la reunión, levantó la mano y propuso vigilar todos los
días y a todas las horas el pozo en donde estaba enterrado el
ogronte para asegurarse que no vuelva a salir.
Todos
se pusieron manos a la obra. Cada uno ayudando a su vecino y
recibiendo la ayuda de otro vecino. Trabajaron mucho. Y al final lo
consiguieron. De nuevo tuvieron su pueblo lleno de casas, escuelas,
fábricas, hospitales, estación de ferrocarril y todo lo que
necesitaban para tener una vida digna.
Que
contentos estaban. Como disfrutaban de lo que habían conseguido.
El
tiempo pasó en aquel pueblo feliz. Y pasó tanto el tiempo que
Irulana seguía siendo rulosa y valiente, pero ya no era más
pequeña. Había crecido. Primero fue mamá y después fue abuela.
A
todas las personas del pueblo le ocurrió lo mismo. Todos tenían
hijos, nietos y algunos hasta bisnietos.
A
veces, cuando el tiempo pasa, los peligros también quedan cada vez
más lejos. Y se tiene menos cuidado. Eso fue lo que sucedió en el
pueblo con el ogronte. Salvo algunos viejos, y a los que le fallaba
bastante la memoria, ya nadie se acordaba de él.
O casi nadie, porque la única que todos los días seguía yendo donde estaba enterrado el ogronte era una nena que usaba gorra y tenía tatuajes, que se llamaba Irulana y era tan valiente como su abuela.
O casi nadie, porque la única que todos los días seguía yendo donde estaba enterrado el ogronte era una nena que usaba gorra y tenía tatuajes, que se llamaba Irulana y era tan valiente como su abuela.
Con
el paso del tiempo, también cambiaron las costumbres entre las
personas del pueblo. Poco a poco dejaron de hacer reuniones, de
encontrarse para charlar y opinar sobre las cosas que querían y
necesitaban.
Las personas cada vez hablaban menos y estaban más atrapadas por las imágenes de la televisión. Ya nadie salía a la puerta y ni siquiera se asomaban a la ventana. No lo necesitaban porque ahora lo que pasaba en su pueblo, en el mundo y en todos los mundos lo veían a través de la pantalla.
Y estaban tan entusiasmados con esos programas que no se querían mover del sillón por miedo a perderse algo. Si ni siquiera hablaban por teléfono. Para comunicarse con alguien, mandaban mensajes de texto. Y para hacer más rápido usaban emoticones en lugar de palabras.
Una noche se escuchó un ruido estremecedor que hasta movió la tierra como si fuera un terremoto. Irulana sintió mucho miedo, pero como era valiente como su abuela salió a la calle y corrió hacia donde estaba enterrado el ogronte. Ahí descubrió que había una gran zanja abierta. El ogronte había escapado.
Las personas cada vez hablaban menos y estaban más atrapadas por las imágenes de la televisión. Ya nadie salía a la puerta y ni siquiera se asomaban a la ventana. No lo necesitaban porque ahora lo que pasaba en su pueblo, en el mundo y en todos los mundos lo veían a través de la pantalla.
Y estaban tan entusiasmados con esos programas que no se querían mover del sillón por miedo a perderse algo. Si ni siquiera hablaban por teléfono. Para comunicarse con alguien, mandaban mensajes de texto. Y para hacer más rápido usaban emoticones en lugar de palabras.
Una noche se escuchó un ruido estremecedor que hasta movió la tierra como si fuera un terremoto. Irulana sintió mucho miedo, pero como era valiente como su abuela salió a la calle y corrió hacia donde estaba enterrado el ogronte. Ahí descubrió que había una gran zanja abierta. El ogronte había escapado.
La
nena miró alrededor esperando que se acercara las personas del
pueblo. Pero no fue nadie porque todos miraban en la tele una
película de catástrofes donde en ese momento mostraban la erupción
de un volcán. Y estaban maravillados con la tecnología que
utilizaba porque hasta sintieron que les temblaba el piso y las
paredes de sus casas.
Con
las pocas fuerzas que le quedaba y pese al miedo que sentía, Irulana
siguió al ogronte gigante y lo filmó con su teléfono celular
cuando destruía la estación del ferrocarril y las vías del tren.
Después
corrió hasta el canal de televisión, entró sin que la vieran, fue
al estudio y cuando se distrajo el operador, cortó la película
justo en el momento que la lava del volcán llegaba a una estación
de trenes para destruir todo.
En
sus casas, las personas se enfurecieron porque le habían
interrumpido la película. En su lugar apareció una nena de gorra y
tatuajes, quien con voz agitada decía que el ogronte gigante había
escapado y que empezó a destruir el pueblo. Y cuando iba a mostrar
lo que había grabado en su celular para demostrar que no mentía, no
pudo porque el ogronte se comió la antena de transmisión y por eso
todos las pantallas de los televisores quedaron sin imagen ni sonido.
Las personas, que estaban acostumbradas a ver las cosas a través de la tele, no sabían que hacer. Se asomaron a sus ventanas y se dieron cuenta que la nena decía la verdad. Vieron a lo lejos como avanzaba el ogronte gigante destruyendo todo a su paso.
Las personas, que estaban acostumbradas a ver las cosas a través de la tele, no sabían que hacer. Se asomaron a sus ventanas y se dieron cuenta que la nena decía la verdad. Vieron a lo lejos como avanzaba el ogronte gigante destruyendo todo a su paso.
Entonces
recordaron la historia que les habían contado sus abuelos y sus
bisabuelos. Y sintieron mucho miedo. Y desesperación por volver a
perder todo otra vez. Y como no podían mandar un emoticón, porque
los teléfonos celulares tampoco funcionaban, volvieron a hablar.
Hablaron todos juntos. Pero a cada uno les salió desde muy adentro
alguna palabra que hacía mucho no pronunciaba.
Uno
gritó “escuela”. Otro “educación”. Y otro “fábrica”. Y
otro “trabajo”. Y otro “hospital”. Y otro “salud”. Y de
las ventanas salían palabras y más palabras. “Felicidad”,
“viviendas”, “libertad”, “justicia”, “amor”,
“dignidad”. Y así todos.
Por
esas cosas que a veces en los cuentos no se pueden explicar, pero que
igual pasan, cada palabra que gritaron se dibujó en el aire de un
color distinto. Rojo, azul, verde, celeste, amarillo, rosa, violeta,
marrón, bordó, lila. Después se unieron y se mezclaron para formar
un gran arco iris. Y ese arco iris se transformó en un lazo que
envolvió al ogronte gigante, lo levantó y lo apretó muy fuerte
hasta hacerlo estallar en mil pedacitos. Y el cielo se iluminó por
cientos de fuegos artificiales.
Las
personas pasaron del miedo al asombro y del asombro a la alegría.
Nunca antes habían visto algo semejante. Se olvidaron de los
televisores y salieron a la calle para conversar con los vecinos
sobre lo que había sucedido. Todos estaban muy contentos. Habían
derrotado al ogronte gigante y salvado al pueblo.
Mientras
las personas se abrazaban, festejaban y bailaban, Irulana, la nena
que usaba gorra y tenía tatuajes, se acordó de su abuela valiente y
del consejo que le dio para que siempre estuviera atenta para no
dejar que el ogronte gigante regrese.
Y
aunque en el cuento parece que este fue el final, Irulana, la nena
que usaba gorra y tenía tatuajes, pensó que cuando tenga una nieta
también le recomendará que no se olvide del daño que hace el
ogronte gigante y siempre vigile, porque nunca se sabe cuando puede
volver y hay que estar preparado para impedirlo.
Relato
inspirado en el cuento Irulana y el Ogronte de Graciela Montes.