Por
Raúl Barros
Estoy
en la habitación que da a la calle. Abro la ventana para que entre
el sol. Estoy contento, todo está bien, el día es hermoso y escucho
los sonidos que vienen de afuera. Lo primero que llega a mis oídos
es el ruido de un balde con un poco de agua que se estrella contra el
suelo, adrede, para molestar a algún vecino, yo ya sé quién es. Y
el ruido de los autos, de las motos, del tránsito infernal de la
Avenida Marconi y de mi propia calle.
Pero ahora la aldea devino en barrio, y el asfalto se extendió por doquier , y salgo de la ensoñación y como si el tiempo se hubiera detenido, vuelvo a escuchar en este momento el mismo ruido de la bandada de loros que buscan el ciruelo de la casa vecina, y de la mía propia, porque en el fondo hay un pino y hacia allí van insolentes, gritones, ávidos por darse el banquete. Pero yo nunca los espanto, me dan alegría, placer, es la vida que bulle, que triunfa. Y escucho el canto del grillo que en algún lugar está escondido, y el de los pájaros que aleteando alegremente van en busca del agua que yo les dejo en el fondo, y el sonido del viento, y la poesía de un tango lejano, y el sonido del viento y la poesía de un tango lejano: por una cabeza, si ella me olvida..... Me sobresalta el grito de gol que viene del club Italiano y me acuerdo que hoy juegan las chicas de hockey. Por un instante me asalta la melancolía, pero reacciono. ¡Gil, estás vivo! ¿Las querés todas?
Todo está bien. Ahora escucho el loro de enfrente, es un actor maravilloso, grita de a ratos: ¡¡no hay plata, pase después!!