Por
Julia Azul
Mientras
refregaba la ropa contra la tabla, Mariana veía el sol que se iba
alzando sobre la copa del sauce viejo. El cielo incandescente
contrastaba con las retorcidas hojitas, todavía envueltas en la
oscuridad del patio de tierra. Caníbal cruzó trotando y comenzó la
lenta caricia autoinflingida contra sus piernas. Le dolían las
manos, moradas por el esfuerzo.
El jean de Enrique le daba siempre mucho trabajo, aureolas de aceite, la grasa roja y espesa de los motores y el tornasol verde azulado del líquido de frenos, hacían casi imposible su tarea. Pero era su orgullo dejarlos impecables. Por eso había calentado la olla grande y los había remojado toda la noche con el antigrasa que le había prestado la vecina. El marido de ella limpiaba las máquinas de la fábrica de galletitas, así que sabia del tema. Enjuagó y entró a la casa para calentar más agua y de paso, armar el mate. Al pasar le acomodó el guardapolvo a la niña y la besó en la cabeza despidiéndola. Se quedó un momento viéndola alejarse de la mano de Margarita. El chirrido acompasado de la bicicleta le dijo que ya eran casi las siete.
El jean de Enrique le daba siempre mucho trabajo, aureolas de aceite, la grasa roja y espesa de los motores y el tornasol verde azulado del líquido de frenos, hacían casi imposible su tarea. Pero era su orgullo dejarlos impecables. Por eso había calentado la olla grande y los había remojado toda la noche con el antigrasa que le había prestado la vecina. El marido de ella limpiaba las máquinas de la fábrica de galletitas, así que sabia del tema. Enjuagó y entró a la casa para calentar más agua y de paso, armar el mate. Al pasar le acomodó el guardapolvo a la niña y la besó en la cabeza despidiéndola. Se quedó un momento viéndola alejarse de la mano de Margarita. El chirrido acompasado de la bicicleta le dijo que ya eran casi las siete.
El
bolso atravesado en la espalda le transmitía la tibieza de la
vianda; Olegario salía siempre a esa hora, tenía que llegar para el
tren de las siete y eran treinta cuadras. Si llegaba muy justo, no
podría entrar al vagón de carga con su bicicleta. Por suerte, no
había helado, el pasto se veía brillante de rocío pero sin
escarcha. En ese pequeño recorrido matutino, podía ver las casas
dormidas todavía y el brillo apenas rosado del cielo, los perros lo
acompañaban un trecho sin ladrarle, el olor limpio del aire frio le
cortaba un poco la respiración. A medida que se acercaba a la
estación se multiplicaban los ciclistas que iba reconociendo de
refilón; un casi imperceptible movimiento de cabeza era el saludo
habitual. Inconfundible, se acercaba Juan, vendedor de churros y
bolitas y de su canasta brotaba un fragante aroma a levadura que
emborrachaba el aire. Lo saludó sonriendo y alzando la mano. Cruzó
la avenida sin autos y vio a Ramón abriendo el portón de la
escuelita.
Hacia
veinte años que trabajaba allí, encargado de abrir todas las
mañanas y los sábados si había festival o partido de futbol. Lo
primero era encender todas las luces y poner a hervir el agua para
el mate cocido y el mate de las maestras. Disfrutaba ese ratito: el
silencio de las aulas y el patio, el reflejo de las baldosas húmedas
de querosén, el verde intenso de las orgullosas camelias asomando
sobre la medianera. Saliendo de la cocina escuchó la vocecita aguda
y charlatana de Ailen que llegaba corriendo y se colgaba de su cuello
gritando: ¡Buen día Abu Ramón! Margarita le sonrió en silencio y
se fue con la niña a la cocina.
Como
todos los días, Ailen se ubicó en su rinconcito y sacó el block y
la cartuchera. Faltaba casi una hora para el inicio de la jornada y
ella la aprovechaba. Magalí, la profesora de plástica, la había
animado a dibujar una historieta para exponer en la próxima Feria. Y
en eso estaba, diagramando los cuadritos que faltaban, mientras
decidía cómo seguir. Una vez más volvió las hojas para repasar lo
ya hecho. Sacó un lápiz rojo y pintó el fuentón donde se
remojaba el jean.