Por Julia Azul
¿Nombre y
apellido? Natividad Bogado Villalba. La funcionaria la miró por
encima de los lentes, sin mover apenas la cabeza.
¿Nacionalidad?:
Argentina. Nueva mirada por sobre el armazón.
¿Edad? Veintinueve
años.
¿Ocupación? Ama
de casa.
Espere allá, la
llaman por apellido.
Natividad odiaba
hacer trámites y éste en particular la ponía del peor humor.
Buscar trabajo era un trabajo y era horrible. La actitud de la mujer
dudando de su nacionalidad, evaluándola desde el prejuicio no
mejoraba la situación. Desde muy chica se había sentido incómoda
con su nombre, sentía que le quedaba grande como el buzo que le
prestaba su hermano. Ella siempre había sido muy menudita, delgada y
bajita, parecía tener menos edad. Su mamá había venido adolescente
del Uruguay; su padre, colombiano de nacimiento, había vivido aquí
toda su vida. Ellos habían resuelto sellar su unión con ese doble
apellido que los comprometía más que la libreta o la bendición.
Se habían conocido
trabajando en un lavadero. Ella atendía el mostrador, él mantenía
los lavarropas en funcionamiento, limpiando los filtros y cambiando
correas cuando hacía falta. Desde que la invito al cine, hasta que
nació Marcos, sólo pasaron quince meses. Al año siguiente nació
ella y se mudaron a un ranchito en un extremo de la villa. Siguieron
dos hermanos más: Agustín y Lisandro.
Nunca, hasta ahora,
había trabajado por un sueldo: única hija mujer, compartió desde
muy chica las tareas domésticas con la madre. Los varones también
ayudaban algo, pero sin sentirse obligados. Después de la escuela,
se hacía cargo de los hermanos más chicos, de prepararles la
merienda o la cena. Hacía de todo: lavaba, hacia la compra,
baldeaba el patio, y hasta asistía a las reuniones citadas por la
maestra. Cuando termino la secundaria, no pensó en seguir
estudiando, disfrutaba quedarse en casa; le encantaba cocinar por
ejemplo. Había aprendido de su madre, pero creaba sus propias
recetas, mezclando y condimentando con buenos resultados. También le
gustaba especialmente barrer el pequeño patio de tierra, regarlo un
poco, cuidar las macetitas con romero, albahaca, perejil. Siempre que
podía, conseguía algunas flores para poner en el centro de la mesa.
Le gustaba leer novelas y también cantaba en el coro de la escuela.
Un día cualquiera,
la madre fue al hospital tosiendo muy feo. Tuberculosis, dijo el
médico. Quedo internada, pero sin visita, en cuarentena dijeron.
Parecía una niña dormida. Cuando pudieron visitarla, ya no era
ella. Pálida y resumida, sólo podía mirarlos, hablar le consumía
toda la fuerza. Los químicos, las pelusas habían desgastado sus
pulmones. No volvería al lavadero.
Ahora la situación
se había complicado: poco trabajo, poca comida en la mesa, la madre
recuperándose muy despacio. Una noche conversaron en voz baja,
mateando en la cocina. El padre con voz temblorosa les pidió perdón:
vos y tu hermano son fuertes, van a conseguir algo pronto.
¡Bogado Villalba!
Escuchó gritar su nombre y salió del ensimismamiento para
acercarse al mostrador: ¿qué tipo de trabajo busca? preguntó la
empleada
Ama de casa dijo
con una sonrisa.