Por Enrique Merelli
Desde la sur llega
el primer golpe de tambor y tras un compás de silencios, el segundo
y después otro y otro, hasta convertirse en el ritmo universal que
domina desde los pasos y el latido, hasta las olas del mar o los
colores del semáforo. En minutos las cuerdas avanzan, como el agua,
como las hormigas, como el fuego. Y ocupan toda la calle. Ellos están
en la barra, cada uno concentrado en su vaso. El wiski tiene tanto
arraigo como el mate en la cultura de este pueblo, por eso el bar
tiene dos lados de pura ventana y una pared completamente decorada
con cajas de Jack Daniels. Están en la barra, cada uno concentrado
en su vaso y ritmando con los pies, en una reacción inevitable.
Ritmo y alcohol habilitan la charla que se prolonga por horas.
El hombre se
muestra agobiado, le cuelga el diario del bolsillo del traje y la
tristeza de los ojos. Su interlocutor parece más compuesto, erguida
la espalda en la banqueta alta. Los ropajes delatan el nivel de su
pobreza, aunque la altives de su senectud confunde en una primera
mirada. En el estaño un morral, maltrecho y descolorido que contiene
unas marionetas. Se destaca una, por la predominancia del rojo.
Sobresale la cabeza un brazo y algunos de los hilos.
-Ese diablo debería
estar suelto. - comenta el hombre, con un dejo de ironía. -Lo está.
Ahora mismo anda buscando almas melancólicas para enterrarlas con
él, al final de la cuarentena. – A esa altura de la noche todos
sus dolores habían recalado en esas orejas ajadas y peludas,
demasiado tarde para retroceder, demasiado tarde para relatar esas
mañanas felices del verano infantil, esas noches sudorosas del sexo
desesperado, la gloria del abrazo amigo tras la obtención del logro.
Vació el vaso de un
trago. En el más estricto silencio salió a la calle y se enfrentó
a sus últimos 39 días.