Por
María Yacobe
Esa
mañana, como casi todas desde hacía tantos años, desayunó su té
negro y las dos tostadas con mermelada de duraznos que solo cambiaba
los domingos por la de frutillas, su preferida.
Se
consideraba una mujer ordenada, organizada y prolija. Su trabajo en
la biblioteca así la requería o al menos eso pensaba ella.
Catalogar,
clasificar, enumerar…
Si
hasta era la encargada de ir sumando estanterías a medida que iban
llegando los libros. Se sentía orgullosa de poder hacerlo.
Sellar,
acomodar, archivar…
Los
viernes sacaba alguna novela romántica que leía durante el fin de
semana.
Había
terminado de ajustar con esmero el último estante en lo más alto de
la pared. Se avecinaba el fin de la jornada, se avecinaba el descanso
reparador, otra noche monótona. Se avecinaba un vendaval.
Apilar,
etiquetar, encasillar…
No
vio la tormenta que se le venía encima. No pudo anticipar la llegada
del viento arremolinado que entró por la ventana rompiendo vidrios y
derribando hasta la última estantería sobre su cuerpo.
Nada
cae del cielo,
las
cosas suceden por algo,
así
lo quiso el destino
y si
Dios quiere,
eran sus frases de cabecera.