12.12.18

COLECTIVO

Por María Yacobe

Viajo en el 624 de Luzuriaga a Ramos Mejía. Sigo pensando en las imágenes de la última represión transmitida por TV. 
Es un día amargo.

Viaja en el 624. Está vestida con ropas que nunca compró: un pantalón de tela finita dos talles más grande, varias capas de prendas: remera, camisa, buzo, saco...
Estamos en octubre pero hace frío y no usa abrigo. ¿No usa o no tiene? 
Su cabello es largo y opaco, prolijamente recogido con un broche. Se le ven las raíces con canas.
Usa zapatillas de tela gastada. No lleva medias.
No sé calcular su edad.

Viaja en el 624. Se presenta sin estridencias: "Me llamo Leandro", dice. Tiene una guitarra vieja y rayada, casi sin lustre, que saca de un estuche raído y deshilachado. Saluda, pide disculpas. Canta dos canciones suaves: una de Drexler, otra de Calamaro. Tiene una voz templada y mansa.
Lo miro y veo a un hijo mío.
En el asiento de enfrente, dos chicas de secundario no paran de hablar. 
La señora sin abrigo y yo aplaudimos. Leandro agradece una y otra vez.
Las dos le ponemos algo en la "gorra".
Yo le digo: "aguante el arte callejero" y él sonríe tímido.
La señora sin abrigo también le dice algo que no alcanzo a escuchar. Los dos sonríen.

Bajo del 624 un poco menos triste.
Me retumba la canción de Drexler: Cada uno da lo que recibe.
Antídoto sin efecto.