Por Enrique Merelli
Están los tres
jugando a la payana, bajo la copa abarcadora del alcanfor, única
sombra perdida en una sábana de gramilla baja, donde el suelo parejo
hace todavía más lejano el horizonte.
Ella y sus amiguitos
juegan concentrados, serios como adultos trabajando, serios como
corresponde frente a un juego bien jugado. Acuclillados, siguen las
piruetas de las piedras que van de la tierra al aire y de una mano a
otra mano, sin solución de continuidad. El sol está fuerte, pero la
enramada es tupida y no se nota.
Tiembla la tierra.
La mano de la niña se detiene en el aire. Las miradas de los niños
se detienen en el aire. Tiembla la tierra. Hay un desparramo de
piedritas en el suelo. Tiembla mucho la tierra, la bestia se hace
visible en el horizonte y la bombacha enjuga orines. Tiembla la
tierra ante la presión de la masa gigantesca de la bestia que trota,
boquiabierta, vientreabierta, lasciviabierta. Trota, a cada momento
más veloz, pesada, aniquilante. Trota con sus ojos y sus cuernos
dirigidos a la inocencia que más de una vez ha pisoteado. Menos la
bestia, todo se detiene, hasta el aire, hasta los corazones entre
latido y latido, todo se detiene ante la inminencia de un nuevo
desastre.
De pronto, de la
nada, aparece el arquero. Es enjuto, mal entrazado, más un quijote
desvencijado que un Robin Hood heroico. Aparece ahí, a pleno sol,
al borde mismo de la sombra. Aparece ahí, frente a la bestia que se
acerca implacable, desequilibrado por los temblores, casi
insignificante ante la quintaescencia del poderío.
La niña lo ve acercar su mano al carcaj y tomar una flecha. Lo ve
mientras sus ojos no dejan de derramar lágrimas, mientras él coloca
la flecha en el arco y se afirma en las piernas y tensa la cuerda. El
brazo del arquero muestra la tensión dibujándose en músculos,
tensa aún más la cuerda y la niña se esperanza en que, esta vez,
la flecha parta el corazón de la bestia.