Por
Héctor Corti
Cuando
sonó la alarma del celular, Miguel estaba despierto. Se sentía
ansioso. Con ganas de levantarse. De empezar un nuevo día, como en
aquel tiempo. Este era el de su regreso. Lo necesitaba. Aunque en
realidad apareció sin que lo buscara.
Rompió
sus rutinas. No remoloneó. Tampoco encendió la radio. Apenas tomó
unos mates. Se sentó frente al espejo. En la mesa tenía todo lo
necesario. Empezó. Eligió colores suaves. Verde agua para los
párpados. Rojo en los labios y los cachetes. Un fino trazo negro y
otro blanco, más grueso, para delinear los rasgos. La ropa de
payaso, que hacía mucho no usaba, estaba ahí. Lista. Se ajustó con
el elástico la nariz colorada y redonda. Se puso la peluca
multicolor. Después la camisola a cuadros azules, rosas, anaranjados
y amarillos de mangas anchas. Los pantalones a rayas blancas y
negras. Las zapatillas terminadas en punta con un cascabel. Y un
sombrero abovedado. Se miró. Le costó reconocerse.
Mientras
vivió en Montevideo y hasta aquel día, estaba entre los más
requeridos para hacer espectáculos y animar fiestas infantiles. Era
bueno en su oficio. Hasta que dijo basta porque no pudo más. Se
subió a un barco y escapó. Como si del otro lado del Río de la
Plata su vida pudiera ser distinta. Olvidar. Empezar de nuevo.
Sabía
lo que le esperaba esa mañana. Se lo habían adelantado. Era
distinto. Bien distinto a lo que estaba acostumbrado. Demasiado
fuerte. Lo pensó mucho. Le costó decidirse. Dudó si se acordaba de
cómo hacer reír. Y si podría hacerlo en esa circunstancia. Pero
tenía que hacerlo. Sobre todo por él. Lo necesitaba. Para no
arrepentirse salió vestido de payaso. Exponiéndose a las miradas.
Como la de asombro de la del 4º H en el ascensor. O la compasiva de
Ramón, el encargado del edificio. Miradas que no le importaban.
Hacía rato que muchas cosas ya no le importaban.
Se
subió al auto y se dirigió a la cita. Cuando llegó, respiró hondo
y entró. El olor a hospital fue penetrante. Inconfundible. Era el
mismo de esas largas noches. Un sabor amargo le invadió su boca
seca. Cerró los ojos y en su cabeza todavía retumbaron algunos
sonidos. El eco de los pasos en los pasillos. El ulular lejano de las
ambulancias. El fuelle acompasado del respirador. Le temblaron las
piernas. Quiso escapar. Pero era tarde. Frente a él estaba Ana
María, la trabajadora social que le hizo la propuesta. Siguió
adelante.
Ella
lo guió por el laberinto. Segura. Le habló sonriente con la
naturalidad de quien está acostumbrada a ese mundo. Él estaba
encerrado en sí mismo. Tratando de controlarse. Para no oír sonidos
que no quería escuchar. Para no ver lugares que no quería mirar. Un
cartel lo conmovió. Lo sacudió. Lo devolvió a la realidad. Habían
llegado a oncología infantil.
Miguel
se infundió coraje. Se apoyó en el artista que todavía llevaba
adentro. Del que estaba reconocido entre los mejores. Se dispuso a
demostrar que era el de siempre. Necesitaba confirmárselo. A eso
volvió. Más allá del dolor y los recuerdos.
Se
transformó y entró a la sala. Como siempre. Como nunca. Haciendo
cabriolas, medialunas y vueltas hacia atrás. Para sorprender. Pero
esta vez, él fue el sorprendido. No hubo aplausos. Sí treinta pares
de ojos grandes, incrédulos, tristes. Ojos de chiquilinas y
chiquilines que lo veían desde sus camas. Cabecitas peladas o con
algunos pocos mechones. Varios entre tubos para recibir la
medicación. Y uno conectado a un equipo de oxígeno. Chiquilinas y
chiquilines que querían vivir. Contuvo las lágrimas que ya no le
quedaban. Y buscó sin encontrar entre esos ojos.
Se
repuso al dolor. Se propuso dar su mejor función. Para ellos. Aunque
fuera la última. Empezó. Pegó un salto hacia atrás y cayó
desparramado. Miró de reojo y apenas vio reacciones que superaban
las caras de sorpresa. Se paró frotándose la cola, dio un paso,
tropezó y de nuevo aterrizó de cara al piso. La torpeza arrancó
algún esbozo de sonrisa. Con su mejor dote de mimo hizo el gesto de
llorar a gritos. Y salieron chorros de agua que mojaron a una
enfermera y una mamá. Las risas se asomaron. Para secarse las
lágrimas sacó un pañuelo de la manga. Al primero le siguió el
segundo, el tercero y un montón de todos los colores. Miró de
reojo. Vio caritas iluminadas. Se entusiasmó. Juntó los pañuelos.
Una chiquilina lo ayudó a ponerlos en el sombrero. Los apretaron
bien. Lo cubrió con una capa. Se acercó al que tenía el equipo de
oxígeno. Le colocó una galera de mago y le hizo una mueca para que
soplara despacito. El chiquilín respondió al pedido con timidez. Al
sacar la capa el sombrero estaba vacío. Y la máscara se llenó con
una carcajada.
Miguel
empezó a olvidar. Disfrutó cada instante. Entre risas y aplausos se
acercó a lo que alguna vez fue la felicidad. Y ese sentimiento le
abrió una esperanza. La actuación duró buena parte de la mañana.
Hizo figuras con globos. Perros, gatos, jirafas, conejos y todos los
animales que le pidieron adornaron la sala.
La
fiesta fue completa. Médicos, enfermeras, mamás y papás se sumaron
para jugar. Con los chiquilines que se movilizaban armaron un tren
que recorrió estaciones. Eran las camas de los que no se podían
mover. El lugar se llenó de olores y colores distintos. Nunca
imaginados. Al final recogió los besos y los abrazos de cada uno.
Besos y abrazos llenos de vida que atesoró con melancolía.
El
viaje de regreso fue distinto. No podía salir de su sorpresa. Por lo
que mostró y lo que se demostró. Estaba satisfecho. Porque fue
capaz de hacerlo. Por sus ocurrencias e improvisaciones. Por haber
vuelto a sonreír.
Llegó
a su departamento. Se sentó frente al espejo. Mientras se sacaba el
maquillaje, se reflejó su cara plena pero melancólica. Le costó
abandonar al payaso. Lo hizo con lentitud. No quería que el tiempo
pasara. Al colgar la ropa se preguntó si podría volver atrás. Pero
no se engañó. Sabía la respuesta. Que todo terminó. La
desesperanza lo volvió a atrapar. Necesitó tomar aire.
Antes
de salir, acomodó el portarretrato con la foto de Seba. Aquel día
tenía cinco años.