Por
María Yacobe
En
esta casa octubre comienza así: vino Francisco a colocar las velas
en el patio y la cochera.
Las
velas son una especie de media sombra conchetas, coquetas y caras.
El
patio de la casa es caliente como la arena del desierto. El sol pega
fuerte desde que saqué el sauce; acción que me hizo ganar reproches
y antipatías de amantes de la naturaleza en todas sus expresiones.
Ojo que yo también amo la naturaleza, pero ese sauce me estaba
matando; veinte años barriendo y barriendo sus hojitas cayendo y
cayendo… Con algo había que reemplazarlo. Y ahí llegó Francisco
con sus velas.
Me
dice que cierre la puerta de la cocina “para que no te entre el
polvo”.
Dos
horitas y media de trabajo, velas colocadas, sombra asegurada.
¡Qué
venga el verano, le presentaremos batalla!
El
Rambo se llevó una pila de billetes de cien. No quiso contarlos.
Eran demasiados.
“Podrían
hacer billetes más grandes ¿no? No puede ser que el valor del
billete más grande sea el mismo que el de una pizza”. Ahí le doy
la razón. No puede ser.
Le
pregunto si sabe cómo salir.
—¿Sabés
cómo salir?
—Sí,
sí, tengo GPS, si no me pierdo a dos cuadras de mi casa.
—Y
sí. Yo me preocuparía si me perdiera en San Isidro. ¿Viste El
Clan, la película sobre los Puccio? Esa banda operaba en tu
territorio, ¿sabías?
Mejor
ponete el GPS o llevá miguitas de pan en los bolsillos del pantalón
carpintero. Tomá, llevate un pancito por si tenés que volver. Para
que no te pierdas.
—Chau
Madre, cuidate.
—Vos
también chiquito. Vos también.
Nos
despedimos con un beso. Todavía olía a perfume francés.