Por
Julia Azul
Eran
días de desazón, tensos, difíciles de atravesar. El tiempo parecía
extenderse, diluyéndose, sin avanzar. Poco a poco, la habitación
fue perdiendo oscuridad y la luz del sol ocupó los espacios hasta
los rincones más lejanos.
Alguien abrió la ventana y un perfume
exquisito se esparció, como antes la luz, cubriéndolo todo. Alerta
y despejado, recordó los días en que habían estado juntos: su
tibieza en las largas caminatas, pegados piel a piel; sudando juntos
mientras corrían por la senda entre los árboles. ¡Hacía tanto que
eso no sucedía! Su vida era una larga espera hasta la próxima
salida. Esa mañana amaneció distinto. Nada había cambiado afuera,
pero en su interior se encendía una luz pequeña y titubeante como
la de una vela. Sintió sus pasos y su voz, llegando desde lejos y el
corazón se le aceleró. El cajón se abrió y dudó por diez
interminables segundos. Con un gesto rápido y decidido, tomó las
medias azules y cerró suavemente. Adentro, las negras retornaron a
su espera.