Por Susana Basilico
Desde la ventana se veía el árbol florecido. El perfume de las magnolias se metía en la habitación. En la cama yacía, el cuerpo inmóvil de Felicitas. Un grupo de mujeres rezaba el padrenuestro.
Felicitas se había hecho cargo de la hacienda cuando sus padres murieron en el accidente. Según su abuela era algo masculina. Desoía sus consejos, no usaba los hermosos vestidos bordados que le traían de París. Le gustaba andar de pantalones y dirigir a la peonada, ante la reprobación de toda la familia. Le gustaba andar con el pelo suelto, al viento, cabalgar, recorrer el campo. Siempre la acompañaba Teresa, institutriz para su familia, amiga para Felicitas. La que la sostenía en los momentos de desazón. La que compartía todos sus secretos. Aunque la familia insistía, ella no quería casarse. Le habían presentado varios candidatos que se quedaban embobados por su belleza y fortuna. Ella los rechazaba, quería elegir con quien casarse y que no sea fruto del arreglo familiar o la conveniencia. Conocía todos los secretos del campo. Desde pequeña acompañaba a su padre, así que estaba al tanto de todo. Siempre le molestó el lugar de su madre, rodeada de sirvientas, cosiendo, bordando o tocando el piano para matar el aburrimiento. Sin inquietudes. Si algo tenía en claro era que no quería ser como ella.
Comenzó con los ataques una mañana de septiembre. El cuerpo se le arqueaba, temblaba, los ojos en blanco, se ahogaba. Luego quedaba inmóvil. El árbol de magnolias estaba cubierto de pimpollos. Faltaba poco para su cumpleaños número veinte. El médico les habló de una rara enfermedad que habían sufrido destacadas figuras de la historia. Tampoco descartó la histeria. Pero poco sabía de ambas, se estaban investigando. Como era de esperar, su familia comenzó a sospechar que algo demoníaco había en su cuerpo. "Por eso la actitud de esa muchacha", secreteaban. Y a las críticas de su abuela se sumaban los consejos de sus tíos, interesados en quedarse con la hacienda. Parecían pájaros carroñeros volando en torno a su presa. La entristecía mucho la desolación de Teresa, su único sostén. Y esa presión devenía en otro ataque. En su cuerpo arqueado, la mirada fija, los brazos y las piernas con movimientos descontrolados. Y luego, el abismo y quedar rígida, sin sensibilidad, pero escuchando y viendo todo lo que sucedía a su alrededor. Entonces se desesperaba con el llanto de Teresa y con los cálculos que hacían sus parientes que se dividían sus posesiones sin ningún disimulo.
Aquel no era un día como todos: el verano ardía y las magnolias en flor perfumaban el ambiente con una fuerza inusual. Felicitas se sintió mal pero no le dio importancia, siguió con sus tareas. Pero, esta vez, la fuerza del ataque fue descomunal y su cuerpo quedó inmóvil en la hierba. Una cadena de oración se alzó en su cuarto para conjurar al demonio que atacaba con fuerza. Pero todo fue inútil... Mientras sus tíos revolvían cajones y armarios buscando papeles, Teresa permanecía a su lado. Le hablaba, le acariciaba la cara, las manos. Sorpresivamente Felicitas abrió los ojos y la miró. Con un gesto le indicó que guardara silencio. Se incorporó y salieron de la mano. Se perdieron en el tiempo...