12.8.17

ÁCIDO Y FRÍO

Por Raúl Barros

Era un tipo repugnante, ácido y frío como lo describía Laurita, la parlanchina y juguetona del grupo. Pero no porque tuviera piojos o lepra, por el contrario era alto, elegante y pintón, por desgracia.


Cada uno de nosotros en algún momento fuimos maltratados por él. Pero lo peor era que lo hacía con soberbia, con un rictus de desprecio, como mirando desde las alturas, la cabeza levantada, la nariz hacia arriba, y cuando caminaba balanceaba su cuerpo hacia un lado y hacia otro como un compadrito, con los puños cerrados. Yo lo odiaba. Siempre que podía me señalaba con el dedo y en voz alta decía “¡¡con esa estatura que arquerazo hubiera sido!!”, y simulaba una carcajada.

Lo que le dijo a Pedrito, el rengo, me indignó: “¡qué bailarín se perdió la noche mistonga y tanguera! Pero como se comportó con Nilda, la sensible, la llorona, colmó mi paciencia: “¡No te gastes Nilda , si a jefa no vas a llegar! ¡Las mujeres nacieron para la cama y la cocina! Indignado me acerqué a él para darle una bofetada, pero me detuve porque recordé que era judoca. De cualquier modo le grité en la cara que era un abusador y un irrespetuoso. Me miró con desdén y me respondió: “¡Vos no creciste de puro malo que sos o sos malo porque no creciste!” Cuando llegó la hora de irse, traté de no salir con él, lo dejé alejarse, sabía que tenía un Ford Falcon estacionado a dos cuadras en la Avenida Rivadavia. Lo seguí a unos treinta metros de distancia y lo vi caminar lentamente, balanceando el cuerpo, la cabeza mirando hacia arriba y los pulgares enganchados en los bolsillos del chaleco, hasta que se detuvo bruscamente, se acercó a la pared y recogió algo del suelo. Será una billetera, pensé. Cuando llegó hasta el Falcon abrió la puerta y de su otra mano colgaba un gatito recién nacido, un cachorrito abandonado. Lo apoyó contra su pecho y lo acariciaba con una ternura que no imaginaba que pudiera tener. Estuvo así mucho tiempo hasta que lo depositó en el asiento del acompañante y partió raudamente dejándome aturdido, inmóvil.

El empellón involuntario de un viejito que pasaba me devolvió a la realidad, entonces pensé que ese personaje ácido y frío era el resultado de la falta de afectos, porque nadie lo quería. No tenía ni mujer, ni hijos, ni padres, ni amigos. Llegaron a mi mente los versos de un tango "bandoneón arrabalero, viejo fueye desinflado te encontré como un pebete que la madre abandonó en la puerta de un convento sin revoque en las paredes a la luz de un farolito que de noche te alumbró". Seguí caminando, y más adelante me detuve frente a un negocio. De él salía una melodía maravillosa, Gardel cantaba " Rubias de New York". Me invadió el éxtasis, una lágrima involuntaria mojó mi mejilla.