Por
Raúl Barros
Era
un tipo repugnante, ácido y frío como lo describía Laurita, la
parlanchina y juguetona del grupo. Pero no porque tuviera piojos o
lepra, por el contrario era alto, elegante y pintón, por desgracia.
Cada
uno de nosotros en algún momento fuimos maltratados por él. Pero lo
peor era que lo hacía con soberbia, con un rictus de desprecio, como
mirando desde las alturas, la cabeza levantada, la nariz hacia
arriba, y cuando caminaba balanceaba su cuerpo hacia un lado y hacia
otro como un compadrito, con los puños cerrados. Yo lo odiaba.
Siempre que podía me señalaba con el dedo y en voz alta decía
“¡¡con esa estatura que arquerazo hubiera sido!!”, y simulaba
una carcajada.
Lo
que le dijo a Pedrito, el rengo, me indignó: “¡qué bailarín se
perdió la noche mistonga y tanguera! Pero como se comportó con
Nilda, la sensible, la llorona, colmó mi paciencia: “¡No te
gastes Nilda , si a jefa no vas a llegar! ¡Las mujeres nacieron para
la cama y la cocina! Indignado me acerqué a él para darle una
bofetada, pero me detuve porque recordé que era judoca. De cualquier
modo le grité en la cara que era un abusador y un irrespetuoso. Me
miró con desdén y me respondió: “¡Vos no creciste de puro malo
que sos o sos malo porque no creciste!” Cuando llegó la hora de
irse, traté de no salir con él, lo dejé alejarse, sabía que tenía
un Ford Falcon estacionado a dos cuadras en la Avenida Rivadavia. Lo
seguí a unos treinta metros de distancia y lo vi caminar lentamente,
balanceando el cuerpo, la cabeza mirando hacia arriba y los pulgares
enganchados en los bolsillos del chaleco, hasta que se detuvo
bruscamente, se acercó a la pared y recogió algo del suelo. Será
una billetera, pensé. Cuando llegó hasta el Falcon abrió la puerta
y de su otra mano colgaba un gatito recién nacido, un cachorrito
abandonado. Lo apoyó contra su pecho y lo acariciaba con una ternura
que no imaginaba que pudiera tener. Estuvo así mucho tiempo hasta
que lo depositó en el asiento del acompañante y partió raudamente
dejándome aturdido, inmóvil.
El
empellón involuntario de un viejito que pasaba me devolvió a la
realidad, entonces pensé que ese personaje ácido y frío era el
resultado de la falta de afectos, porque nadie lo quería. No tenía
ni mujer, ni hijos, ni padres, ni amigos. Llegaron a mi mente los
versos de un tango "bandoneón arrabalero, viejo fueye
desinflado te encontré como un pebete que la madre abandonó en la
puerta de un convento sin revoque en las paredes a la luz de un
farolito que de noche te alumbró". Seguí caminando, y más
adelante me detuve frente a un negocio. De él salía una melodía
maravillosa, Gardel cantaba " Rubias de New York". Me
invadió el éxtasis, una lágrima involuntaria mojó mi mejilla.