Por
Héctor Corti
El
vuelo en círculo de las aves carroñeras fue la señal
inconfundible. En ese cañaveral yacía el cuerpo de un tal Acuña.
Su rostro lampiño y aniñado tenía una marca. Era un arañazo poco
común. En la mejilla del muerto se veía claramente una letra Ñ.
El extraño rasguño pasó aparentemente inadvertido para el
gendarme. Él tampoco había visto las aves de rapiña. Por
naturaleza despistado, el cabo Veñado andaba como siempre algo
mamado cuando lo encontró por casualidad. No estaba de servicio y
maldijo haber cortado camino entre la maraña de cañas. Pero tuvo
que intervenir y se empeñó en terminar rápido. La certera
puñalada atravesando el corazón de Acuña, era la inconfundible
causa de su muerte. La Ñ claramente marcada en la cara quedaría
para los investigadores. Veñado también les dejó para averiguar
cómo terminó así este salteño. Después se supo que era de
carácter huraño. Que tenía pocos amigos y que cuando despareció
nadie había extrañado su ausencia. Algunos que lo conocían cuentan
que planeaba volver a las montañas de su provincia.
El
salteño Acuña llevaba una vida de ermitaño que cambiaba una sola
vez al mes. Ese día se levantaba muy temprano y se bañaba en un
arroyo aledaño. Así, con prolijidad, transformaba su desaliñada
figura en la de un galán trigueño y cariñoso. Hacía todo esto por
su obsesión de conquistar el amor de la Ñata Ordoñez. La mujer que
lo desvelaba era una pulposa santiagueña. Ella era dueña de La Ñ,
un almacén de ramos generales. Pero ese local todas las noches se
transformaba en un piringundín donde se refugiaban personajes de
mala entraña.
Aquella
noche de otoño el cielo estaba invadido por nubarrones. Antes de
salir, Acuña armó con maña un cigarrillo y lo encendió. Después
se puso en marcha bordeando el cañadón rumbo a La Ñ. Como siempre,
iba sin compañía. Tenía una idea fija y se le notaba en el ceño
fruncido y concentrado de su rostro. Ni la ausencia de luz de luna ni
las alimañas del camino pudieron impedir que avanzara hacia su
objetivo. El salteño estaba empeñado en llevarse como sea a la Ñata
Ordoñez. Aun ante la presencia del Roña Meñano, un santacruceño
que también la pretendía. A metros de llegar, aliñó su ropa,
sacudió el polvo acumulado en sus botas de mediacaña y palpó su
puñal enfundado.
Noche larga de peña, payadas y alcohol pasó
Acuña. Provocador, primero se acodó al mostrador de estaño para
galantear sin éxito a la santiagueña. Después se fue a una mesa y
escudriñó los movimientos de la Ñata y el Roña, en pleno
arrumacos. Ni el evidente amorío entre los dos generó un desengaño
en el salteño. Firme en su decisión, y mientras apretaba el puño
esperando su oportunidad, bajaba trago a trago la botella de caña.
Ya no quedaban payadores ni paisanos cuando Acuña
se lanzó sobre la Ñata. Pese a la sorpresa, la santiagueña intentó
sacárselo de encima. No pudo, pero sus uñas arañaron la lampiña
mejilla del salteño, dejándole dos pronunciadas y paralelas rayas
ensangrentadas. Cuando ya vencía la resistencia de la Ordoñez, una
mano de atrás lo sacudió. Sin tiempo para empuñar su puñal, el
del Roña Meñano fue más rápido. La puñalada certera le atravesó
el corazón.
El santacruceño quedó paralizado. Nunca había
apuñalado a otro hombre. Fue la Ñata Odoñez quien reaccionó.
Primero hizo dos nuevos y extraños rasguños en el rostro de Acuña.
Uno en diagonal y otro más pequeño y transversal por encima. La
letra Ñ roja de sangre se veía con claridad. “Es para que no te
olvides de mí y te lleves tus mañas al infierno”, gritó
desencajada, mientras lo escupía y lo pateaba. Después, con la
ayuda del Roña Meñano, cargaron el cadáver en la camioneta y
anduvieron más de 100 kilómetros. Lo bajaron, se internaron y lo
dejaron en medio del cañaveral. Miraron por última vez el cuerpo
del salteño Acuña, que había quedado de cara a los nubarrones que
cerraban el cielo. Después se dieron vuelta, se abrazaron y se
prodigaron mutuamente cariñosas caricias de enamorados. Caminaron
despacio y como si nada hubiera pasado, ahí mismo decidieron
amañarse para compartir sus vidas. Arriba, las aves de carroña ya
estaban revoloteando.