Por
Rosario Rivarola
Terminó
de pintar la escultura incrustada en el frente, parecía inamovible,
un sello de su ser.
Quería
dejar su huella como los perros que mean su territorio… su machismo
era vulgar, cultural , ancestral, visceral, enumeral, pero lo quería…
Lo
quería, no así, pero con ésto incluido y ahora que se había
puesto irascible, torpe, despojado de toda magia, inaceptable en su
dolor irreverente con sus hijos, pobre con su destino, no quise más,
mi dignidad superó el amor…
La
mañana transcurría calma, la vecina Maruja, una señora mayor,
sabia, con hermosas pitangas en su jardín que mi amiga comía cada
vez que la visitaba, siempre miraba el sol que ya se había
transformado en otro y comentaba…
Todos
sabían que después del verano Salvador y yo no estábamos juntos y
que el sol que seguía incrustado en el frente había sido borrado
sus rasgos, para diseñar otro que fuera el deseado por mí en esta
nueva etapa.
Transcurrieron
muchos cielos naranjas y sueños celestes, en la orilla, en los
bosques orientales atardecidos y lentos…
Y
una mañana la señora sabia, Maruja de la sentada vuelta, pasó por
delante de mi casa, me vio sentada mateando en el galería de la
entrada, al lado de mi sol amplio, generoso, diverso y universal y me
dijo: siempre que paso por acá miro el sol, a veces está calmo,
otras veces esboza una sonrisita, y otras llora, y las lágrimas
corren por sus mejillas…
Yo
la miré con ternura y le dije: el aquelarre terminó, estaré bien
ahora.